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Manuel Llamas

¿Quiere una jubilación de oro?

La clave sigue siendo la misma. Depender del Estado para cobrar una miseria o avanzar hacia una sociedad de propietarios libres con pensiones dignas para usted y la acumulación de un abultado patrimonio para sus herederos.

La necesaria e inaplazable reforma de las pensiones está en el primer plano de la actualidad política desde el mismo momento en el que Zapatero y sus compinches se cayeron del guindo tras reconocer que el actual modelo es, a todas luces, insostenible. El problema, sin embargo, es que la casta política está centrando el debate en cuestiones superficiales, que no baladíes, tales como la congelación de las pensiones en 2011, el retraso de la edad de jubilación a los 67 años o la ampliación de la base de cálculo y su correspondiente rebaja, de hasta el 30%, en las prestaciones.

Insisto en lo de superficiales porque la pregunta clave en esta materia, al contrario de lo que muchos piensan, no radica en el cómo sino en el por qué. Así, mientras que los políticos debaten sobre cómo mantener las pensiones, los españoles deberíamos plantearnos si realmente merece la pena el actual sistema público. Ya les adelanto la respuesta: un "no" rotundo. España debería avanzar hacia un modelo de capitalización. Éste es el debate central, no otro.

José García Domínguez, a diferencia de nuestros irresponsables políticos, recoge el guante para debatir al menos esta posibilidad. Coincido con mi compañero de tribuna en que el vigente sistema de reparto es "insostenible" económicamente. La depresión demográfica que sufre España y el aumento de la esperanza de vida lo hace totalmente inviable. Tan sólo un dato: el coste del sistema público de pensiones seguirá en ascenso durante las próximas décadas hasta alcanzar, como mínimo, el 194% del PIB en 2050, según la Comisión Europea (CE).

De hecho, no es la primera vez que quiebra. Todas las reformas aplicadas hasta el momento siempre han derivado en una reducción de las prestaciones a cobrar, sólo que ahora, además, se plantea la posibilidad de retrasar la edad legal de jubilación hasta los 70 años, según pretende Bruselas. Pero es que, más allá de cuestiones técnicas, el sistema público es éticamente condenable e injusto. Está sustentado en el robo sistemático de casi un tercio de nuestra renta bruta anual por parte del Estado vía cotizaciones sociales. Y ello para cobrar apenas unos 870 euros al mes de media, una auténtica miseria.

Por si fuera poco, el derecho a pensión no existe, ya que el dinero que se recauda hoy se destina íntegramente al pago de las pensiones actuales. Nuestro retiro futuro queda, pues, al arbitrio del Gobierno de turno, con todos los riesgos que ello implica. Este tipo de dependencia hace que el Estado sea el primer y principal interesado en mantener el actual modelo, dados los réditos electorales y el gran poder que implica gestionar a su antojo cerca de 100.000 millones de euros al año. Por poner un ejemplo, la actual hucha de las pensiones está siendo empleada por el Gobierno para financiar su despilfarro y salvar a la banca, tal y como avanzamos en estas páginas.

Ahora bien, dicho esto, García Domínguez señala que el sistema de capitalización también es insostenible, ya que la eliminación de las pensiones públicas obligaría al Estado a endeudarse de forma masiva para seguir pagando a los jubilados de hoy. La cuestión es que este cambio no tiene por qué producirse de forma inmediata sino progresiva, tal y como está aconteciendo en Suecia y algunos países de Europa del Este.

Polonia, por ejemplo, prevé destinar al mantenimiento del sistema público el 1,1% del PIB en 2010 mientras que el coste para Hungría se aproximará al 1,4% del PIB. En el caso de España, supondría un porcentaje similar, lo cual es una cifra ridícula (entre 10.000 y 20.000 millones de euros al año) si se compara con los tradicionales dispendios de la Administración Pública. Eliminemos, pues, los dispendios y asumamos el coste.

Sin duda, la transición desde las pensiones públicas a las privadas lleva tiempo y dinero, pero su consecución será enormemente beneficiosa a medio y largo plazo. Y no sólo para las cuentas públicas (reducción sustancial del gasto) sino, sobre todo, para los ciudadanos.

Si Hacienda devolviera los 6.000 euros anuales que, de media, cotiza un empresario a la Seguridad Social y éste los invirtiera en Bolsa, el resultado sería sorprendente. Un jubilado cobraría 3.500 euros al mes –descontada la inflación– tras 30 años de trabajo y unos 7.500 tras 40. ¿Que se quiere jubilar antes? Este modelo le permitiría jubilarse a los 45 años con 2.169 euros al mes, más del doble que la pensión media actual, sólo que retirándose 20 años antes.

Muchos critican esta opción bajo la premisa de que las rentabilidades pasadas en Bolsa no garantizan rentabilidades futuras. A los escépticos, varios datos: en primer lugar, se ha demostrado históricamente que la Bolsa siempre es una buena inversión a largo plazo. Según datos elaborados por el Observatorio de Coyuntura Económica del Instituto Juan de Mariana (OCE), entre 1802 y 1997 la bolsa de EEUU ha proporcionado una rentabilidad anual media del 7% en términos reales (esto es, el poder adquisitivo de cada individuo se duplicaba cada 10 años). Así, por cada dólar invertido en 1802, el accionista tendría 558.945 dólares (ajustados por inflación) en 1997.

¿No sabe de bolsa? Deposite su confianza en un buen gestor. ¿Que las rentabilidades no son las esperadas? El capital es libre, la Seguridad Social no. Abandone a su gestor, compre otras empresas, diversifique su inversión o cambie de índice de referencia. Pero, dirán algunos, ¿y si llega una gran depresión como en los años 30 o la crisis actual? Entonces, ¿qué? Más datos. El mercado de valores estadounidense logró una rentabilidad media real entre 1929 y 1959 del 6,3%, ligeramente por debajo de su media histórica del 7%.

Supongamos que un individuo invirtió 1.000 dólares durante el mes de enero de cada año en el índice Standard and Poor’s entre 1929 y 1959 y que también reinvirtió los dividendos. En este caso, esta persona habría obtenido, a comienzos de 1959, una rentabilidad anual media del 13,1%, o lo que es lo mismo, en 1959 poseería un patrimonio de 298.551 dólares, habiendo invertido sólo 30.000 dólares a lo largo de 30 años. Si dicho patrimonio lo ajustamos a la inflación (es decir, si suponemos que invierte cada año el equivalente a 1.000 dólares de 1929 y deflactamos la rentabilidad por la inflación) obtenemos que éste asciende a 166.264 dólares con el mismo poder adquisitivo que en 1929, lo que supone una rentabilidad media anual real del 10,8%.

Conclusión: un inversor medio, sin ningún conocimiento económico y de valoración de empresas, podría haber logrado una rentabilidad real del 10,8%, superior a la media histórica, limitándose a invertir una cantidad fija de manera periódica en el S&P. Dicho de otra manera, si el inversor depositó el equivalente a 1.000 dólares anuales en el S&P, a partir de 1959 podría obtener, entre plusvalías y dividendos, al mes –como media– el equivalente a 969 dólares de 1929. Una pensión de oro para la época.

Así pues, la clave sigue siendo la misma. Depender del Estado para cobrar una miseria o avanzar hacia una sociedad de propietarios libres con pensiones dignas para usted y la acumulación de un abultado patrimonio para sus herederos.

Lo siente Pepe, pero me quedo con Juan Ramón Rallo: "Frente a un sistema de capitalización privado donde cada individuo construye su propio patrimonio productivo y, de este modo, financia su propia subsistencia, dentro de un cada vez más rico sistema de división del trabajo, el sistema público de reparto funciona esquilmando los patrimonios productivos de todos los agentes, volviéndolos cada vez menos autosuficientes y disolviendo las redes de colaboración espontánea que caracterizan la división del trabajo". Amén.

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