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Juan Ramón Rallo

La alternativa liberal

Eso es lo que queremos los liberales: una sociedad de propietarios con pensiones más altas y vidas laborales más breves. Es el socialismo, no el capitalismo, quien ha empobrecido a las masas con su insostenible, carísimo e ineficiente Estado de Bienestar.

La delirante retórica marxista ha calado tan hondo en nuestra sociedad que suele asociarse el liberalismo con la defensa de los intereses de los ricos capitalistas a costa de los desarrapados proletarios o del expoliado medio ambiente. Así, no es extraño asociar las posiciones liberales con la defensa de reducir el gasto en sanidad o en educación, con la de abaratar el despido, con la de abolir las regulaciones de discriminación positiva, con la supresión de las subvenciones a la cultura o, también, con la de elevar la edad de jubilación.

La izquierda y los intervencionistas de todos los pelajes rápidamente sacan buen provecho de ello: "Es que los liberales queréis una sanidad y una educación de mala calidad para poder privatizarla y que sólo los más ricos puedan costeársela; es que queréis que los empresarios despidan a los obreros para incrementar sus beneficios; es que queréis que las minorías sean discriminadas por el hombre blanco dominante; es que queréis analfabetizar a las masas para que no puedan emanciparse y luchar por sus derechos; es que queréis que los proletarios trabajen más años para poderlos explotar durante más tiempo".

Por demagogo y ruin que sea este ejercicio de difamación, ha terminado calando en la sociedad. Los liberales no hemos sabido decir alto y claro que lo que queremos es una educación y una sanidad de elevadísima calidad y al precio más reducido posible y de ahí que queramos privatizarlas; que lo que queremos no es un despido barato, sino libre, porque el despido impuesto por el Estado puede actuar de barrera de entrada a la hora de crear empleo; que no queremos que se discrimine de manera absurda y prejuiciosa, sino que demandamos libertad para discriminar entre las discriminaciones lógicas y positivas (que yo no pueda jugar de pívot en la NBA) y las discriminciones irracionales que tienden a castigarse en un mercado libre; que si no queremos subvenciones a la cultura es porque tienden a empobrecerla y convertirla en propaganda estatista, al contrario de lo que sucede cuando se la deja a la filantropía privada; y, por último, que no queremos que la gente se jubile a los 67 ó 70, sino a los 50, a los 45 o, si fuere posible, a los 35 y con la renta más alta posible. Por todo eso y porque seríamos más libres, que no es poco.

En este sentido, el caso de las pensiones es simplemente sangrante. Cuando un liberal defiende que la edad de jubilación en el sistema público debe elevarse a los 67 o a los 70 lo hace como una desagradable constatación de la realidad –"la estafa piramidal de la Seguridad Social no da para más"– y no porque disfrute viendo cómo el Estado nos roba cada día con mayor descaro.

La verdadera alternativa liberal es el sistema de capitalización, esto es, ahorrar e invertir (que no especular) una parte de nuestra renta en activos que proporcionen rendimiento, idealmente el mercado bursátil. Décadas de estatismo y de pensiones públicas nos han terminado acostumbrando a unas rentas tan raquíticas que parece imposible que una persona pueda jubilarse a los 45 años con una pensión media que duplique, al menos, la actual pública.

Pero no, sólo hay que mirar lo que nos arrebata mes a mes el Estado y cuánto se ha revalorizado la bolsa para comprobar que la alternativa es y ha sido posible: el Estado le quita cada mes un tercio de su sueldo sin que usted llegue a verlo reflejado en nómina; ese tercio de su sueldo va destinado en su práctica totalidad a financiar el sistema público de pensiones (y no la sanidad, que se financia vía impuestos como el IRPF); usted podría haber invertido ese tercio de su sueldo sin merma alguna en su nivel de vida presente; la inversión más rentable del sistema capitalista es por lógica la bolsa, donde cotizan títulos que dan propiedad a una parte de las empresas punteras de una sociedad; en el último siglo, la bolsa se ha revalorizado de media un 7% anual en términos reales (descontada la inflación); los bancos centrales no tienen nada que ver con esta expansión, si acaso la entorpecen y la frenan con su inducción a generalizar malas inversiones que consumen y despilfarran capital; es cierto que la bolsa es muy volátil a corto plazo (puede caer hasta un 60% en un año), pero a un plazo de 15 años –que es un horizonte razonable para capitalizar una pensión– se convierte en el activo más seguro y menos volátil; el resultado de capitalizar el tercio no percibido de nuestros sueldos a un 7% anual de media durante toda nuestra vida laboral nos proporciona unos patrimonios inmensos y unas pensiones que en muchos casos triplican las más generosas actuales.

Eso es lo que queremos los liberales: una sociedad de propietarios. Pensiones más altas y vidas laborales más breves. Es más, muchos ni siquiera queremos que los bancos gestionen las pensiones privadas, pues abogamos por que cada uno administre su propia cartera bursátil o, en el peor de los casos, la invierta en un fondo que replique el índice (ETF). No es necesario buscarle cinco pies al gato ni tratar de encontrar intereses espurios. Las cosas son como son y basta hacer el cálculo retrospectivo. Es y ha sido el socialismo, no el capitalismo, el que ha empobrecido el nivel de vida de las masas con su insostenible, carísimo e ineficiente Estado del Bienestar; es y ha sido el socialismo quien debe responsabilizarse de la ruina de su modelo y quien tiene ahora la pelota en su tejado.

No caigamos, otra vez, en su trampa populista. Que no nos hayamos aprovechado hasta ahora de los frutos de la libertad no significa que estén podridos, sino que nos han hecho creer que lo están para que otros, los políticos, puedan zampárselos bien frescos a nuestras costillas.

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