La veterana periodista Mercedes Milá es una demagoga de la peor calaña. Y no me estoy refiriendo a sus insistentes y cansinas campañas prohibicionistas en contra del tabaco y los fumadores –a los que considera cuasi criminales– sino a sus soflamas socialistas a favor del intervencionismo. Valga como muestra su último programa Diario de..., en el que Milá denuncia los supuestos desmanes laborales que cometen impunemente los empresarios bajo el auspicio de la "economía sumergida".
El reportaje, emitido por Telecinco, muestra diversos empleos clandestinos que ejercen miles de familias en España para lograr un dinero extra –y, así, sobrevivir a la crisis–, tales como el transporte ilegal, la venta ambulante (sin licencia) o el robo de productos en tiendas y grandes superficies. Pero la investigación se centra, sobre todo, en los talleres "clandestinos" de calzado que abundan en el municipio de Elda (Alicante). Y es aquí, precisamente, donde la demagogia de Milá alcanza sus cotas más elevadas.
El objetivo del programa consiste en denunciar ante la opinión pública dichas actividades irregulares y, en el caso concreto de los talleres, la explotación laboral que inflingen estos crueles y desalmados empresarios. Milá recoge la experiencia de una de estas víctimas que, tras años trabajando en un taller ilegal, se lamenta de no cotizar a la Seguridad Social: "He tirado ocho años de mi vida". Y es que, al carecer de un contrato en regla, ese período no consta como años cotizados, base sobre la que se calcula el cobro de prestaciones públicas, tales como el paro o la pensión. "Me pagan con un sobre", confiesa. "Cuantos más zapatos pegas, más ganas".
Lo que no dice esta víctima de la "clandestinidad" es que aceptó libremente tales condiciones. Además, siendo plenamente consciente de su situación, bien podría haber ahorrado para hacer frente a una posible situación de desempleo o bien contratar un plan de pensiones privado. No obstante, el IRPF y esa sagrada Seguridad Social que tantos encumbran restan a los mileuristas más del 30% de su sueldo (unos 500 euros al mes). Las prestaciones públicas son enormemente caras y costosas en comparación con los servicios que ofrece el mercado (seguros y planes privados), de calidad además muy superior.
Sin embargo, la clave a dilucidar es otra muy distinta. ¿Por qué los empresarios optan por la economía sumergida? Las dueñas de los talleres, la mayoría de las cuales trabajaron como empleadas "clandestinas" durante años, exponen claramente sus motivos: "Dar de alta [a un trabajador en la Seguridad Social] es un pastón. Somos las primeras que queremos dar de alta, pero no podemos. Tienes que ser así [...] Estoy deseando darlos de alta, pero con la producción que tenemos no llega. No puedo hacerlo porque eso vale dinero".
¡Acabáramos! Resulta que son la elevada tributación y la rígida regulación laboral, y no la crueldad intrínseca de estas empresarias, las culpables de que opten por desarrollar su actividad a espaldas de Hacienda. Si el Gobierno redujera la prohibitiva fiscalidad, muchas apostarían por regularizar sus empresas, ya que no es fácil ni cómodo ejercer una actividad con el riesgo, siempre presente, de que en cualquier momento puedas ser descubierto y sancionado.
Pero, desde luego, el poder público no piensa igual. Milá entrevista al director regional de la Inspección de Trabajo en la Comunidad Valenciana, Alejandro Patuel, para mostrarle las imágenes de los talleres de Elda. "Eso de que no pueden dar de alta su negocio habría que verlo. A lo mejor, lo que les gusta es que como no los tienen dados de alta ganan mucho dinero [...] Lo que me repugna es que se pretenda estar ganando dinero a costa del esfuerzo y el abuso sobre los trabajadores [...] Esto es una lacra social, no sólo para el Estado, sino también para los trabajadores porque no cotizan por ello", reacciona indignado Patuel. Una visión digna de Marx y de su teoría sobre el valor objetivo de los bienes. Esa soflama, y no otra, es la que, aún hoy en día, defienden los comunistas para atacar al capitalismo y justificar así los regímenes totalitarios del pasado y los atropellos liberticidas que cometen los dictadores socialistas del presente.
¡Muy bien Patuel! Matrícula de honor en marxismo-leninismo. Y ahora, como colofón, el punto más fuerte y polémico del reportaje. "¿Cómo va a actuar la Inspección de Trabajo antes estas imágenes?", pregunta Milá. "Si ustedes tienen a bien el decirnos la localización de esos talleres inmediatamente los visitaremos", responde el inspector. Dicho y hecho. Milá, orgullosa, termina su intervención vanagloriándose, cual heroína, anunciando que "en menos de 72 horas los inspectores de Trabajo tomaron cartas en el asunto. Fueron expedientados tres talleres", encontrando 30 empleados irregulares (sin Seguridad Social).
Supongo que la periodista se habrá quedado satisfecha tras dejar a 30 personas en la calle y, al menos, a tres empresarias en la más absoluta ruina tras la cuantiosa sanción impuesta en nombre de la Justicia Social –el programa da a entender que facilitó a Trabajo la ubicación de los talleres. Se trata, sin duda, de un acto inmoral, no sólo por sus consecuencias sino por los medios empleados. Y es que los periodistas de Diario de..., haciéndose pasar por falsos empresarios, descubrieron sus fuentes al denunciar dichos talleres, lo cual viola la ética periodística.
Pero es que, además, la demagogia de Milá es más sangrante si se tiene en cuenta que el mismo reportaje muestra a una ladrona de cosméticos que se dedica a vender productos robados por encargo. El programa no denunció a la Policía tales prácticas delictivas, según se desprende de su visión. Es decir, que no pagar a la Seguridad Social (propiedad pública) para que tu empresa sobreviva constituye un crimen digno de ser denunciado, mientras que robar a una tienda (propiedad privada) parece estar justificado.
El problema es que el Código Penal vigente no dice lo mismo: el fraude a la Seguridad Social tan sólo es un delito (con pena de prisión) si excede los 120.000 euros (artículo 307); mientras que un hurto superior a los 400 euros conlleva una pena de prisión de seis a 18 meses (artículo 234). Milá condena al empresario y perdona al ladrón. Demagogia en estado puro.