Los datos de crecimiento económico de Alemania hechos públicos la semana pasada sorprendieron a muchos. ¿Cómo es posible que un país de la zona del euro que apenas ha recibido "estímulos" fiscales y monetarios consiga crecer al mismo ritmo que la economía estadounidense, sometida a importantísimas dosis de gasto público e inyecciones crediticias?
La pregunta, sin embargo, oculta un claro sesgo intervencionista. Se asume de entrada que el sector público es de algún modo capaz de "salvar" e "impulsar" nuestras economías mediante un mayor gasto público o expandiendo artificialmente el crédito. Pura petición de principios derivada de una concepción mecanicista de la economía: si aumentamos la demanda agregada con más gasto público –¿da igual en qué y para qué?–, ésta tirará de la demanda de empleo y cuando los trabajadores vuelvan a estar ocupados y a gastar –de nuevo, ¿da igual en qué y cómo se haga?– los empresarios volverán a ser optimistas para invertir de nuevo con vigor –¿tampoco es relevante dónde?– lo que relanzará el crecimiento –¿es significativo en qué industrias?– en un círculo virtuoso que no conocerá fin y que incluso nos permitirá amortizar con creces el endeudamiento público inicial.
Por el contrario, algunos venimos sosteniendo desde hace tiempo que el problema presente no es la insuficiencia de gasto, sino la falta de adaptación de la economía para satisfacer todo el gasto excesivo que actualmente se produce. Es decir, se consume y se invierte demasiado a partir de unas rentas infladas derivadas de la presunta venta de una mercancía (viviendas, por ejemplo) que hoy no tiene salida. Por ello, lo primero es reconocer que no podemos gastar tanto (reduciendo nuestras rentas, como lo deberían estar haciendo los trabajadores que se van al paro o los empresarios que quiebran) y lo segundo reestructurar nuestra economía para que deje de estar adaptada para la construcción de viviendas y pase a estarlo para la producción de los bienes (de capital y de consumo) que se demandan.
Los planes de estímulo de gobiernos y bancos centrales, entre otros muchos perjuicios como el famoso crowding-out, sólo logran que nuestros ingresos sigan artificialmente inflados (gastando más de lo que podemos permitirnos para volver a crecer de manera sostenible) y que los incentivos hacia la reestructuración sean nulos; esto es, prologan y agravan la agonía.
Sentado esto, no nos costará demasiado entender que los países que más hayan "estimulado" su economía –más hayan distorsionado el ajuste espontáneo del mercado– sean los que peor están afrontando la recuperación. Basta comparar la evolución de Alemania, Estados Unidos, Francia y España en los dos últimos años. La primera ha limitado enormemente sus déficits públicos, hasta el punto de que en 2008 no incurrió en déficit y en 2009 apenas superó el 3% del PIB. Los otros tres, en cambio, han gastado a manos llenas, tanto en 2008 como sobre todo en 2009, duplicado y triplicando los déficits teutones (y en el caso de EEUU, además, con inyecciones crediticias de la Fed mucho más intensas que las del BCE en la zona del euro).
¿Resultado? Pues el que muchos nos temíamos. La tasa de paro de Alemania, tras un repunte inicial en 2009, lleva descendiendo desde entonces, hasta situarse a mediados de 2010 en el 7% de la población activa. En cambio, España, Francia y EEUU han visto cómo sus tasas de desempleo se duplicaban en unos meses, pese a los paquetes de estímulo o, más bien, a causa de los paquetes de estímulo.
Ante este desaguisado, Almunia nos pide a los españoles que "contribuyamos" con impuestos más elevados, es decir, que nos mostremos sumisos mientras Zapatero, Blanco y Salgado nos llevan al matadero. Pero la cuestión es, ¿contribuir a qué? ¿A destruir lo poco que queda en pie de nuestra economía sufragando más despilfarros distorsionadores? No, el camino es el que marca Alemania: presupuestos austeros; dejar de gastar tanto en evitar que prosperemos. Ni España, ni Francia, ni EEUU, ni nadie ahora y nunca han logrado nada bueno incurriendo en déficits públicos. No es que con la austeridad lo tengamos todo hecho –necesitamos también unos mercados mucho más flexibles de lo que disfrutamos en España–, pero al menos dejaremos de cavar nuestra propia tumba. ¿Se darán cuenta alguna vez los keynesianos?