Acabo de leer en un teletipo que Rusia prohibirá la exportación de todos sus cereales a excepción del arroz debido al fuerte desabastecimiento que se ha derivado de una reciente sequía. Inmediatamente después, he acudido a Google para buscar si el gobierno ruso había impuesto recientemente algún control de precios sobre los cereales y, efectivamente, así ha sido: hace apenas unos días, y con la excusa de la sequía, el Ejecutivo de Putin estableció un precio máximo para el trigo y otros alimentos, pese a que había sobrados excedentes de producción (10 millones de toneladas más que lo que se consumió en 2009). Les recomiendo que hagan la prueba: siempre que escuchen la palabra desabastecimiento, indaguen dónde está el control de precios. Seguro que lo encuentran.
Lo cierto es que los Estados siguen repitiendo, una vez tras otra, las mismas políticas fracasadas de toda la vida y, como es de esperar, se siguen idénticos resultados catastróficos. Los controles de precios son una reacción instintiva y primaria de los gobernantes ante un cortocircuito en la producción: si hemos tenido una sequía, razonan, hemos de impedir que los precios de los alimentos suban para que todos los ciudadanos, desde el más rico al más pobre, puedan tener acceso a ellos. Si sufrimos una carestía, lo más fácil es prohibir que quede reflejada en los precios.
El problema es que la función del sistema de precios es precisamente ésa: reflejar las carestías relativas de los productos; descubrir dónde resultan más valiosos determinados bienes. Si una región medianamente desarrollada del mundo puede permitirse sufrir una enorme sequía sin que automáticamente el 90% de su población muera por inanición, es gracias al sistema de precios. El funcionamiento es sencillo: si falta trigo en Rusia, como la gente no quiere morirse de hambre, empieza a pagar cada vez más por el trigo; y esos altos precios del trigo llevan a los agricultores extranjeros a venderles parte de su cosecha a los rusos. Así, el trigo disponible en todo el mundo se redistribuye allí donde más necesario resulta: basta con que los australianos o los estadounidenses consuman durante unos meses un poquito menos de pan y de cereales con leche para que los rusos no mueran de hambre.
Pero hete aquí que llega el político populista de turno y, dado que no puede repartir pan y trigo entre sus súbditos, al menos promete que impedirá que los especuladores se lucren con las subidas del precio del trigo y establece un precio máximo "asequible" por encima del cual no se puede ni comprar ni vender trigo.
El resultado es que algo que era un problema menor (o en este caso, ni siquiera un problema), va degenerando en un desastre. El efecto más inmediato de rebajar artificialmente el precio de un producto –o de impedir que suba de precio cuando se ha vuelto mucho más escaso– es que todos los compradores acuden en masa a comprar trigo, mientras que los vendedores son reacios a deshacerse de él a precios tan poco competitivos. Es decir, todo el mundo quiere comprar, pero nadie quiere vender. ¿Consecuencia? El producto resulta cada vez más difícil de conseguir: aunque hay gente que está dispuesta a pagar un precio por el que el vendedor aceptaría enajenar el bien, no pueden cerrar la transacción porque el Gobierno se lo impide.
Un poco duro, ¿no cree? Imagine que quiere ir a comprar comida y no la puede conseguir. Acto seguido entrará en pánico y su obsesión no será ya garantizarse la provisión de comida para hoy, sino para los próximos meses, no sea que el desabastecimiento perdure. En otras palabras, no es que la demanda aumente un poco, es que se dispara en términos relativos con respecto a la oferta, con lo que el desabastecimiento todavía se agudiza más. Quienes primero lleguen a la tienda se quedarán con toda la producción, y las viejecitas que vayan más rezagadas se quedarán sin nada. En lugar de distribuir los bienes por necesidades, los redistribuimos según la longitud de las zancadas.
Pero no crea que la cosa termina aquí. Los productores no son tontos y si el Gobierno les obliga a vender su escasa producción a unos precios que no les resultan remunerativos, lo tienen tan fácil como vender su mercancía al extranjero, donde no se han implantado controles de precios. Fíjese en lo absurdo y disparatado de la situación: un país padece una sequía brutal y en lugar de estar importando trigo a toneladas... ¡lo está exportando!
Y claro, como ya pronosticaba Mises, una intervención lleva a otra sin que ninguna de las dos sirva para otra cosa que para empeorar la situación. Si los productores de trigo venden al extranjero, al Estado no se le ocurre eliminar la causa originaria de esa completa anomalía –los controles de precios–, sino prohibir las exportaciones. En este punto se encuentra ahora Rusia. El paso siguiente, si nadie regresa a la sensatez, será el de establecer cartillas de racionamiento para que ningún ruso se quede con más trigo "del que necesita".
No se extrañe tampoco de que empiecen a perseguir a los especuladores, acusándoles de restringir artificialmente la oferta, aunque sea un completo disparate. Lo que menos les interesa a los especuladores en momentos de controles de precios es incrementar sus inventarios de trigo, pues no podrán revenderlo a un precio mayor. Más bien al contrario, si esperan que los controles de precios perduren, lo más inteligente que pueden hacer es liquidar lo antes posible los stocks de trigo que posean, asumir las pérdidas y borrón y cuenta nueva.
Pero el resultado final será el mismo: si los controles de precios perduran, los productores de trigo desinvertirán en esta industria y se dirigirán a otros sectores donde la rentabilidad sea mayor. Un cierto desabastecimiento puntual se convertirá en una escasez crónica debido a reducciones permanentes de la oferta... a menos que se establezcan también controles de precios en el resto de la economía para evitar diferenciales en la rentabilidad, en cuyo caso el desabastecimiento y la carestía crónica se volverán universales. De hecho, el control universal de precios tiene un nombre que arrastra un historial de miseria y desolación: socialismo.
Ahí tienen el intervencionismo estatal en todo su esplendor: de la abundancia a la escasez por obra y gracia de políticos ineptos y demagogos.