Que en España falten 9 millones de jóvenes para que exista relevo generacional constituye, en sí mismo, un drama, sobre todo, económico. Es evidente que si el número de pasivos (jubilados) supera al número de activos (trabajadores) el actual nivel de prestaciones públicas que reparte la Seguridad Social es insostenible: o bien tendrán que bajar, tal y como prevé la reforma de pensiones que prepara el Gobierno, o bien los impuestos tendrán que subir. En este ámbito no hay alternativa pública, tan sólo privada. De hecho, Europa se enfrenta al mismo dilema –retrasar la edad de jubilación a los 70 años– debido, precisamente, al creciente déficit poblacional. Y ello, con independencia de que exista más o menos paro, puesto que tales reformas se elaboran tomando como referencia tasas medias de desempleo.
Sin embargo, la exigua natalidad española va mucho más allá de un mero problema aritmético con el objetivo de sostener el mal llamado estado de bienestar, que no es otra cosa que un sistema socialista sólo que de perfil bajo. Éste no sólo es insostenible sino éticamente condenable e injusto, ya que consiste en captar de forma coactiva una parte sustancial de recursos privados vía impuestos (entre el 35% y el 60% del PIB, según el país) para que, luego, la casta política de turno se encargue de redistribuirlos de forma arbitraria (gasto público). No por casualidad los países más ricos y prósperos son los que gozan de una mayor libertad económica o, lo que es lo mismo, un estado de bienestar más pequeño.
Pero es que, además, la falta de población conlleva un problema cualitativo mucho más relevante. Ludwig von Mises concebía al ser humano, más que como un homo sapiens, como un homo agens, es decir, como un empresario que actúa, de ahí el título de su obra La Acción Humana. La función empresarial, o si se prefiere la acción humana, consiste básicamente en buscar y descubrir nuevos fines y medios de forma activa, haciendo uso de la innata capacidad creativa del hombre. La economía, lejos de lo que se estudia en las universidades, no es una ciencia sobre cómo asignar medios dados a fines también dados de una forma óptima. Muy al contrario. Lo que realmente hace el hombre es buscar constantemente nuevos fines y medios, aprendiendo del pasado y usando su imaginación para descubrir y crear el futuro paso a paso.
Dicha búsqueda constante de nuevos fines y medios se resume en el impulso innato del ser humano por encontrar oportunidades de ganancia que aún no han sido descubiertas por los demás, de ahí que la función empresarial sea, por definición, competitiva. Lo milagroso de este proceso es que cuando a alguien se le enciende la bombilla, su hallazgo se transmite al resto de sujetos llegando, incluso, a modificar su visión del mundo. Por poner un ejemplo, es evidente que Bill Gates ha revolucionado el siglo XX gracias a su sistema operativo, dando lugar al desarrollo de un nuevo universo –el del ordenador personal e internet– oculto para la humanidad hasta hace nada. Lo mismo podría decirse de la revolución del petróleo o de la energía nuclear, entre otra infinidad de ejemplos.
Tales descubrimientos dan lugar a la aparición sin límite de nuevos desajustes que suponen nuevas oportunidades de ganancia empresarial, y así sucesivamente, en un proceso dinámico que nunca se termina y que, constantemente, hace avanzar a la civilización. Por ello, la función empresarial no sólo hace posible la vida en sociedad al coordinar el comportamiento desajustado de sus miembros (oportunidades de ganancia), sino que también permite el desarrollo de la civilización al crear continuamente nuevos objetivos y conocimientos que se extienden en oleadas sucesivas por toda la sociedad.
Así pues, la esencia del proceso empresarial y, por tanto, el desarrollo de la sociedad, exige una continua extensión y profundización en la división del conocimiento (que no del trabajo). Y no sólo desde una perspectiva vertical, es decir, un conocimiento más profundo y detallado del ya existente (transmitido por nuestros antepasados), sino también horizontal para multiplicar su potencial. Y es que un conocimiento cada vez más profundo y complejo exige un aumento de la población, la aparición de nuevos seres humanos que a su vez puedan crear nueva información y aprender lo recibido de sus antepasados, extendiéndolo a toda la sociedad mediante el intercambio. El problema es que la capacidad de la mente humana es limitada mientras que el conocimiento es ilimitado. Por ello, una sociedad cada vez más compleja y desarrollada precisa de un aumento paralelo de la población (número de mentes) para poder seguir avanzando.
El crecimiento de la población es, a la vez, consecuencia y condición necesaria para el desarrollo de la civilización, ya que no es posible conocer o saber cada vez más en más áreas concretas sin que aumente el número de personas. O, dicho de otra forma, el principal límite al desarrollo de la civilización es una población estancada, pues imposibilita continuar el proceso de profundización y especialización del conocimiento práctico que es necesario para el desarrollo económico.
Además, este proceso de mercado se retroalimenta: el desarrollo económico hace posible mantener volúmenes crecientes de población, los cuales, a su vez, alimentan de nuevo e impulsan de manera aún más potente el futuro desarrollo de la sociedad, y así sucesivamente. Frente a este perspectiva, el socialismo y el ecologismo abogan por una paulatina reducción de la población, ya que parten del error básico enunciado al principio, al creer que fines y medios están dados (recursos limitados) cuando, en realidad, la innata creatividad empresarial del ser humano consiste, precisamente, en descubrir nuevos fines y medios (nuevos recursos) para satisfacer las necesidades del hombre.
En España, al igual que en el resto de Europa, faltan jóvenes y niños para expandir el actual nivel de desarrollo. El déficit poblacional es síntoma y reflejo del declive de una civilización.