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Juan Ramón Rallo

A la calle

Su huelga no consiste en dejar de trabajar, sino en secuestrar una maquinaria y unas infraestructuras que no les pertenecen a ellos, sino a todos los ciudadanos madrileños que las han sufragado coercitivamente con sus impuestos.

Para un convencido defensor de la autonomía de la voluntad –de la libre negociación y pacto entre partes– en todos los ámbitos jurídicos, incluido el laboral, el derecho a la huelga no acordado expresamente en un contrato sólo puede conceptuarse como una prebenda: una prebenda protegida por el poder coactivo del Estado para impedir que un trabajador sea despedido y sustituido por otro cuando se niega a realizar las funciones a las que se ha comprometido contractualmente.

Es sencillamente inaceptable que se proteja la holganza, el sectarismo o la estrechez de miras de unos cientos de empleados que no quieren trabajar ni dejar que el resto trabajen cuando hay cinco millones de candidatos a ocupar su puesto. Es sencillamente intolerable que cuando millones de personas han perdido todas sus fuentes de renta porque sus empresas han quebrado o se han reestructurado, una tropa de privilegiados se acoja a la prebenda del derecho de huelga para protestar contra una rebaja del 5% de sus salarios destinada a evitar que quiebre la compañía que los contrata, el Estado, mantenida mediante el expolio sistemático de, entre otros sufridos contribuyentes, los cinco millones de desempleados. Es sencillamente inadmisible que un grupo protegido y financiado por ese Estado al borde de la quiebra, los sindicatos, trate de lograr beneficios políticos y crematísticos saboteando el normal funcionamiento de una empresa capitalizada para más inri con el dinero de todos los madrileños.

Porque, no lo olvidemos, el perjuicio económico y social que generan los huelguistas no procede de que ellos en concreto se nieguen a trabajar, sino de que impiden por la fuerza que cualquier otra persona ponga en funcionamiento y utilice el costosísimo equipo de capital de Metro Madrid. Su huelga no consiste en no acudir al trabajo, sino en secuestrar una maquinaria y unas infraestructuras que no les pertenecen a ellos, sino a todos los ciudadanos madrileños que las han sufragado coercitivamente con sus impuestos.

Y siendo, pues, una huelga inaceptable, intolerable e inadmisible no podemos ni aceptarla, ni tolerarla ni admitirla un segundo más. Como mínimo, todos los empleados públicos que han llegado a superar los generosísimos límites de esa prebenda estatal que es el derecho de huelga sometido a unos servicios mínimos deben ser despedidos ipso facto y, en su caso, reemplazados por alguno de esos millones de demandantes de empleo de nuestro país que a buen seguro estarán deseosos de ocupar su puesto. Si los huelguistas deseaban conservar su empleo, lo tenían muy fácil: bastaba con que hubiesen cumplido con sus obligaciones laborales y con que hubiesen aceptado percibir un salario que la Administración les podía abonar sin declarar directamente la bancarrota y sin incrementar su rapiña fiscal sobre el resto de ciudadanos. Si se han negado a trabajar a cambio de un salario un 5% inferior, que busquen otro empleo en el sector privado, que por lo visto allí las cosas deben andar mucho mejor que en una compañía que pace en el presupuesto público.

Al menos Kant exigía que prevaleciera la justicia para aceptar que reventara el mundo. Otros parece que tienen bastante con llenarse el bolsillo a fin de mes a costa de unos madrileños a los que machacan inmisericordemente tan pronto como se les toca el fuero. Mientras la maquinaria estatal cuente con gas suficiente para seguir extrayendo sus emolumentos de una economía moribunda, poco les importa que tengamos cinco o diez millones de parados y que el Estado impague o no a sus acreedores. Mientras prevalezca la injusticia –sus privilegios– el resto del mundo puede irse al carajo. Va siendo hora de que noten algo del frío que hace ahí fuera causado, entre otros motivos, por la hipertrofia de un sector público que ellos contribuyen a consolidar.

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