Se debaten los próceres del G-20 sobre si mandar a sus países a la bancarrota o, en cambio, regresar a la racionalidad, saneando las finanzas destartaladas de sus Estados y permitiendo que el sector privado prosiga con su costosísima tarea de desapalancamiento. Fácil elección, dirán ustedes. ¿Quién puede preferir el endeudamiento insostenible conducente a la quiebra al saneamiento de las finanzas personales? Es de sentido común que sólo cuatro gatos irresponsables lo harían; el problema es que el keynesianismo ha convertido en legión a esa exigua camada felina y en dogma de fe económico la irresponsabilidad ignorante.
Nos dice Obama que debemos seguir endeudándonos para "sostener el crecimiento" pese al nulo margen de crédito que nos queda. Será que los austeros y frugales occidentales se han endeudado demasiado poco durante estos últimos años y que el Estado debe instarnos a ser un pelín más irresponsables; a no preocuparnos tanto por el mañana y a vivir un poquito por encima de nuestras posibilidades.
En caso contrario no se entiende –salvo que uno se sumerja en los desvaríos keynesianos donde el ahorro es consumo, la inversión se transmuta en ahorro, resulta posible demandar sin ofertar y es habitual ofertar para no demandar nada, ni siquiera dinero– que el endeudadísimo Estados Unidos reclame a la endeudadísima Europa que ambos continúen endeudándose hasta que se recuperen sus economías, ésas que precisamente necesitan reducir su endeudamiento para recuperarse. Es más, no se entiende que el el endeudamiento se confunda con crecimiento.
Cualquier persona, familia o empresa sabe perfectamente que el lado de su activo patrimonial aumentará si se endeuda, lo cual no significa ni mucho menos que sea más rica o próspera. De hecho, lo contrario resulta más probable cuando uno busca alocadamente endeudarse por endeudarse: cuando una persona, familia o empresa adquiere más compromisos que aquellos a los que puede hacer frente, se empobrece. Que se lo digan a quienes concertaron una hipoteca que ahora les acapara la mayor parte de su salario o a las empresas que implementaron modelos de negocio cuya estrecha rentabilidad pretendían multiplicar mediante el aumento de sus fondos ajenos.
Más deuda pública no sólo implica más impuestos y más riesgo de impago sino también menos crédito privado. No veo entonces qué beneficios nos puede arrojar el déficit público, salvo como mecanismo para crear demandas artificiales y dependientes de que esos programas públicos prosigan. Si creemos que la economía es un automóvil que necesita de un empujón para comenzar a andar de manera autónoma, es que debemos de tener un taller de reparaciones en la azotea de nuestra torre de marfil. Durante demasiado tiempo se han acometido demasiadas malas inversiones que ahora deben liquidarse, reestructurarse y ver sus precios adaptados. El problema no es que demandemos demasiado poco, sino que hasta que no cambiemos nuestro aparato productivo seremos demasiado pobres como para demandar tanto como lo veníamos haciendo en tiempos de la renovada exuberancia irracional.
Por eso Obama se equivoca y Merkel acierta. Por eso Hoover y Roosevelt se equivocaron hace 80 años cuando desbocaron el déficit público de EEUU. Por eso España y Grecia no han remontado el vuelo pese a sus espectaculares déficits. Por eso Keynes fue un charlatán y Hayek un economista serio.