Hay, desde luego, una cierta falta de perspectiva histórica cuando pensamos que nuestra coyuntura constituye un paréntesis en los miles de años que conforman eso que llamamos humanidad. En general, los seres humanos ya se han enfrentado a casi todas las calamidades que nos podamos encontrar hoy –excluyendo las auténticas novedades históricas como las armas nucleares– y reclamar el título de pionero en algo suele ser síntoma de una visión cortoplacista.
Apunta Rubalcaba que ésta, la subprime, es la peor crisis que ha sufrido la humanidad. Lo dice, claro, para lavar la imagen de ZP como presidente, aunque algún malintencionado podría pensar que si se trata de la peor crisis de nuestra historia será porque padecemos a la peor y más incapacitada clase gobernante que el hombre haya conocido jamás.
Sin embargo, y sin descartar esta última hipótesis para el caso de España, lo que le sucede a Rubalcaba es que no sabe mirar más allá de sus narices. No porque no sea un experto en agravar las crisis, que al cabo será el único ministro en activo que ya lo fuera también cuando España, allá por la recesión del 93, volvió a superar el 20% de paro, sino porque la humanidad sí ha sufrido depresiones peores que la actual. Aun cuando sólo sea porque gracias a la prosperidad que nos ha traído el capitalismo, hoy una reducción del 20% de nuestra renta no nos aboca a la inanición, habría que matizar tan tajante afirmación.
Pero es que, además, sólo hemos de observar el panorama en el que el mundo se encontraba en 1933, cuatro años después de que estallara la burbuja bursátil creada por la Reserva Federal: apenas 15 años antes había concluido la Gran Guerra entre los europeos y las heridas y las deudas seguían muy abiertas; Estados Unidos acababa de imponer en 1930 el mayor arancel de la historia, finiquitando el comercio internacional; más de un tercio de todos los bancos del país habían desaparecido; la libra inglesa, hasta entonces la divisa de reserva internacional por excelencia, acababa de abandonar el patrón oro, mostrando que ni siquiera se podía confiar, no ya en las promesas de los bancos, sino en las del Estado inglés; Alemania había sufrido apenas 10 años antes una de las mayores hiperinflaciones de la historia que había convertido en auténticos zombies a sus bancos y a su economía; la política industrial consistente en controles de precios, cuotas de producción y concentraciones empresariales forzosas comenzó a convertirse en una práctica cada vez más frecuente incluso el autocalificado mundo libre (Estados Unidos de la mano de Roosevelt).
La experiencia era sin duda traumática, en especial si tenemos en cuenta que durante esos años en los que la riqueza menguaba a ritmos mayores que los actuales, las economías dirigistas parecían ofrecer una alternativa seria a la anarquía del libre mercado. En aquellos momentos, muchos fueron quienes echaron una mirada a los "exitosos" modelos italiano, alemán o soviético, capaces de volver a crear aquello que el capitalismo aparentaba destruir de manera estructural: el empleo.
De hecho, el auge del keynesianismo debe interpretarse no sólo como una cristalización de las supercherías que desde hacía años estaban volviendo a colonizar las mentes de los economistas, sino como un intento de aplicar una política económica análoga a la de las sociedades totalitarias. El propio Keynes, como es sabido, prologaba la edición alemana de su Teoría General con las siguientes palabras:
La teoría de la producción agregada, que es en lo que se centra este libro, puede ser aplicada con mucha más facilidad a las condiciones de un estado totalitario de lo que puede serlo la teoría de la producción y distribución de bienes a un sistema de laissez-faire.
A buen seguro, el desánimo empresarial, el miedo a un conflicto bélico que en apenas un lustro estallaría, la incertidumbre sobre qué curso seguirían las sociedades libres, el cambio estructural desde una mentalidad y un modo de vida caracterizados por un Estado poco intervencionista a otro marcado por la apoteosis del Estado, la completa desmembración del sistema bancario y monetario internacional o la proliferación arancelaria y de devaluaciones competitivas suponían amenazas mucho mayores para la recuperación que casi cualquier lastre que podamos nombrar hoy.
Basta leer a los economistas que vivieron aquella época para darse cuenta de que la preocupación básica era si las sociedades libres conseguirían sobrevivir o si serían reemplazadas por el fuerte empuje de las totalitarias. Así, el economista liberal Wilhelm Röpke escribía en 1936:
La idea de que la crisis económica actual constituye un colapso total de nuestro sistema económico y social, una especie de juicio final, la crisis definitiva que pondrá fin a todas las crisis, está tan extendida a día de hoy que este libro sería desdeñado como poco profundo si obviáramos ese problema. Si fuese cierto que debemos abandonar el actual sistema económico permitiendo su quiebra, y que debemos buscar la salvación en la tierra prometida de la planificación y de la autarquía, entonces las páginas que siguen no serían más que una pequeña necrológica sobre el esplendor y la miseria del capitalismo.
No, no estamos ante la peor crisis de la humanidad. Otra cosa es que algunos se empeñen, por palabra y por obra, en que así sea.