Tras el preludio de Dubai y el importante conflicto socioeconómico griego, y en medio de hundimientos bursátiles notables, noticias como la de la escapada de Irlanda por su buen hacer, y de Italia de algún modo, no impidieron que los mercados financieros pasasen a asustarse a causa del considerable grado de endeudamiento de los países ibéricos. Naturalmente, el peso español es mucho más alto que el lusitano –el PIB global portugués es el 15% del español, y su PIB por habitante en el año 2008 era el 64% de la nación hermana–, pero ambos países suponen, al sumar sus respectivos PIB, cinco veces lo que significa Grecia, y en su conjunto, respecto a todos los países del mundo, el bloque luso-español ocupa el octavo puesto por el volumen de su PIB. Sólo están por delante Alemania, China, Estados Unidos, Francia, Italia, Japón y Gran Bretaña. De ahí que al observarse que ese endeudamiento no tenía trazas de corregirse a causa de la falta de competitividad de ambos países, surgió la alarma derivada de la magnitud de la crisis que podría originar una suspensión de pagos ibérica y, particularmente, española. De ahí las presiones internacionales sobre el presidente Rodríguez Zapatero. El euro podía venirse al suelo, y en esas condiciones, romperse como había sucedido antaño con el patrón oro o, como consecuencia de la financiación de la Guerra Fría, con el patrón oro-dólar creado en Bretton Woods, que liquidó Nixon en agosto de 1973. Las consecuencias sistémicas escalofrían.
También tendrán que escalofriarnos a nosotros. Alemania o Francia, Estados Unidos o China iban a pasarlo mal al estallar la bomba ibérica, pero concretamente España pasaría a hundirse económicamente para, por lo menos, un siglo. De ahí que, consciente el Gobierno tras la reunión del Ecofin de lo cierto de esa realidad ya muy próxima, decidió las medidas anunciadas el 12 de mayo de 2010. Son, evidentemente, contractivas y, por ello, van a deprimir de modo contundente a nuestra economía.
Esta depresión se ha de soportar en el año 2010 tras un hundimiento, el año pasado 2009, que supuso la mayor caída anual que se conoce en nuestro PIB, salvo por las de los años –y a poco que se conozca la historia, se sabe qué circunstancias durísimas se vivieron en ellos– 1868, 1874, 1879, 1896, 1930, 1936, 1937 y 1945. También tendrá que asumir una realidad social muy negativa a causa de un desempleo que ya supera el 20% de la población activa, aparte del componente gravísimo de haber alcanzado ese año 2009, el mayor déficit de nuestra historia fiscal desde 1850.
De ahí la unanimidad de los economistas: tal decisión conlleva la amenaza de que el movimiento hecho por el Gobierno ha sido el de evitar un mal mayor, pero que, por fuerza, se sigue el camino de acentuar la depresión. Campa, incluso casi acaba de admitirlo en una conferencia en la Facultad de Ciencias Económicas de la Universidad de Oviedo, según la versión en La Nueva España de Marián Martínez, pues indicó que las medidas se habían adoptado por "la necesidad de clara credibilidad a la economía española ante los potenciales terrores de falta de capacidad para devolver la deuda".
Pero la unanimidad de los economistas no reside sólo en que no había otro remedio que adoptar estas medidas, sino que falta, de modo escalofriante desde hace ya años –pero desde el verano de 2007 de manera muy peligrosa–, tomar simultáneamente otras de tipo microeconómico, reformando las estructuras vinculadas con los diversos mecanismos productivos. Porque en ello se encuentra la raíz de nuestra falta de competitividad, que motivó que nuestro desarrollo se apoyase sobre unos cimientos no de roca, sino de arena. ¿Pero se habla, para ello, de reformas serias en torno a nuestra apuesta en favor de energías caras? ¿Y de la ruptura del mercado español por las medidas de política económica adoptadas por las autonomías? ¿Y del mercado de trabajo, generador por su estructura de paro, de inflación y de déficit exterior? ¿Y del gravísimo problema de nuestro retraso tecnológico? ¿Y, por ejemplo, del impuesto de sociedades, una de las causas de la evasión de capitales y de la falta de captación de otros? ¿Y de la lamentable política de infraestructuras, tan acertadamente criticada por Álvarez-Cascos y Benigno Blanco en el folleto de FAES Un plan nada extraordinario de infraestructuras? La relación puede seguir con aspectos institucionales como plantea Carlos Sebastián, o con muy serias cuestiones del mundo rural como plantea Jaime Lamo de Espinosa, o con alarmantes problemas industriales como hace el profesor Molero... y así casi indefinidamente. ¿No supone ignorar todo cuando se acepta un formidable desorden económico, rechazado por todos los estudiosos?
Hace años, trabajando al gran Max Weber, me encontré con una frase suya en el apartado de "Concepto de orden legítimo" en su inmortal obra Economía y Sociedad, que creo me sirve para calificar esta desorientación, este desorden que se observa desde hace tiempo, pero ahora de manera acentuada en nuestra política económica. Es ésta: "Cuando (existe) elusión o transgresión del sentido de un orden... entonces la validez de ese orden es muy limitado o ha dejado de subsistir en definitiva".