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Francisco Cabrillo

¡Yo soy de mi pueblo!

Si cuanto más regula más poder tiene un gobernante autonómico, ¿quién se atreverá a decirle que deje a las empresas y a los consumidores en paz?

Hablaba con frecuencia don Manuel Azaña del espíritu cabileño que nos ha caracterizado siempre a los españoles; y no parece que las cosas hayan ido a mejor desde entonces. Hoy, tal vez con mayor fuerza que antaño, encontramos a algunos jefes de cabila especialmente preocupados por conseguir que su tribu se diferencie lo más posible de la vecina. Si para lograrlo se limitaran a temas inocuos, nada grave ocurriría. Lo malo es que, con frecuencia, su instrumento es la regulación de todos los aspectos imaginables de la actividad económica. Y esto quienes lo pagan no son los caciques del pueblo vecino, sino sus propias empresas y sus propios ciudadanos.

Existen, ciertamente, argumentos que permiten explicar esta tendencia a la regulación y a la intervención del sector público en la economía, que se encuentran en algunos gobiernos autonómicos. Las políticas de mayor gasto –ofrecimiento de nuevos servicios, inauguración de obras o creación de empleo público– tienen, por lo general, efectos electorales favorables para el gobernante que las lleva a cabo. Las políticas de aumentos de impuestos para conseguir la financiación necesaria para realizar tales gastos suelen tener, sin embargo, costes electorales, ya que casi nadie quiere que le suban los impuestos. En otras palabras, el votante tiene una cierta miopía en cuanto apoya determinadas medidas de gasto y rechaza las políticas de ingresos necesarias para llevar a cabo las primeras. En el caso de las comunidades autónomas esta miopía se acentúa al menos por dos razones. La primera es que, dada la división de funciones entre el gobierno central y los gobiernos autonómicos, éstos tienen la mayoría de las competencias en gastos sociales (educación y sanidad, especialmente). Esto significa que un determinado incremento porcentual en el gasto tendrá efectos electorales más positivos para el partido que gobierna en una autonomía que para el que gobierna en la nación. Y, por lo tanto, los incentivos para aumentar el gasto serán mayores en el primero de los casos.

La segunda razón se encuentra en la peculiar estructura de la financiación de las comunidades autónomas en nuestro país. El hecho de que la participación en ingresos estatales constituya un elemento fundamental en la financiación de los gobiernos autonómicos acentúa la miopía del votante. El gobernante autonómico realiza los gastos, pero los costes electorales son soportados en gran medida por el gobierno nacional. No es sorprendente que la política de los gobernantes en las autonomías consista mucho más en tratar de aumentar el nivel de participación en los impuestos estatales que en desarrollar los tributos propios o en aumentar sus ingresos en aquellos impuestos del Estado en los que tienen capacidad para ello.

En lo que a la regulación hace referencia, hay diversas razones que incitan al político autonómico a legislar en un gran número de cuestiones y a tratar de controlar sus economías en un grado aún mayor de lo que lo hace el poder central. Por un lado está la propia afirmación de su poder en un sistema todavía relativamente joven. Muchos políticos parecen pensar que su comunidad tendría menos relevancia que la vecina si aceptara la regulación estatal en determinados campos en vez de tener una normativa propia. En muchos casos la forma tiene así mayor importancia que el fondo: se trata no tanto de buscar un objetivo distinto como de tener una ley propia. En otros, sin embargo, la regulación es un instrumento para defender los intereses de determinados grupos sociales y económicos. En este caso, la mayor proximidad del grupo de interés al poder que se da en las comunidades autónomas elevan el beneficio del político que legisla en su interés, ya que la identificación de la norma y sus beneficiarios es más clara; y, por otra parte –y por la misma razón– harían subir los costes para el político que resistiera a tales presiones. Por ejemplo, los pequeños comerciantes de ciertas regiones tienen mayor capacidad de influencia en su gobierno autonómico que la que el conjunto de los pequeños comerciantes del país tienen en el gobierno central.

Existe, sin embargo, un argumento que podría influir en el político autonómico para no ceder a este tipo de presiones. Se trata de la mejor información que el votante debería tener de su gobierno regional en comparación con lo que sabe del gobierno central, necesariamente más distante, entendido este término tanto en su sentido físico como en los mayores costes que supone al votante obtener la información pertinente de la política de un determinado gobierno. Pero hay un factor importante que actúa en contra del votante –y a favor del político– en la cuestión de la información: algunos gobiernos regionales –con un elevado grado de intervencionismo, generalmente– tienen un control elevado de los medios de comunicación de la región. No sólo las televisiones autonómicas suelen depender directamente de los gobiernos de las Comunidades; el control de la prensa en algunas autonomías es claramente superior al que el gobierno central puede tener sobre la prensa nacional, lo que explica el hecho aparentemente sorprendente de que, para informarse de determinadas noticias locales o regionales, los residentes en algunas comunidades autónomas han preferido buscar los datos en medios de comunicación de fuera de la región.

Los resultados están a la vista. Si cuanto más regula más poder tiene un gobernante autonómico, ¿quién se atreverá a decirle que deje a las empresas y a los consumidores en paz?

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