Dicen que en Granada una parte de las personas que viven a la intemperie, los llamados sin techo (o sin techos, como dijeron en la emisora en la que escuché la noticia), son universitarios. Es posible que sea una noticia un poco sacada de quicio, pero aporta un sesgo algo particular y melodramático a la realidad del desempleo de los jóvenes menores de 25 años en España. Como se sabe, ha alcanzado –a finales de 2009– la cifra del 44,5%. En Bélgica es del 22,6%, en Francia del 25,2%, en Italia, 26,2%, en Gran Bretaña del 19%, en Suecia 26,9% y en Finlandia, 23,5%. Se salva Alemania por su sistema de formación profesional, aunque es posible que la tregua sea momentánea.
En Estados Unidos el paro de menores de 25 años está alrededor del 20%. Las cifras reflejan un problema compartido: las economías de los países europeos no son capaces de crear trabajo. El coste de la creación de un nuevo empleo, ya sea por fiscalidad y Seguridad Social o por el coste de las regulaciones, es tan alto que los empresarios dejan de contratar a nuevos empleados. Tampoco compensa hacerse autónomo. Los gobiernos sobreexplotan unas economías que se agotan. El círculo se cierra cuando para mantener el tamaño del Estado y los servicios de bienestar, los gobiernos emiten deuda, que pagarán todos aquellos (cada vez menos) que no viven del gobierno.
En este panorama, la monstruosidad de la situación laboral de los jóvenes españoles revela una anomalía. Ahora bien, entendida correctamente, al modo socialista, la desviación española es un signo de progreso. Desde 2004, los españoles nos hemos convertido en un modelo para los demás países desarrollados. Rodríguez Zapatero se ha propuesto que seamos el país más avanzado, aquel en el que los derechos sociales estén mejor protegidos y resguardados. Más rigideces, más cargas, más regulaciones nos acercan aún más al sueño de una sociedad en la que reine al fin el ocio perpetuo y en la que nadie tenga que trabajar, ni siquiera quienes han venido aquí a trabajar por aquellos que no lo hacen.
Otra de las dimensiones propiamente españolas del asunto es la enseñanza, convertida en una gigantesca fábrica de parados. La política de los gobiernos de los últimos cuarenta años ha llegado ya a lo que parece haber sido el objetivo primero: acabar con la segunda enseñanza, es decir destruir los años de formación que preparaban a un joven para ir a la universidad o ponerse a trabajar. Esta última salida está descartada, por mor de la igualdad, el socialismo y la vida buena, y el segundo objetivo de la gran reforma también se está cumpliendo: que todo el mundo acceda a la universidad, o que se democratice la enseñanza superior como se ha democratizado la primaria y primarizado, por así decirlo, la secundaria.
El resultado no ha sido obligadamente el hundimiento de la universidad. Hay buenas, y algunas muy buenas universidades en España. En bastantes ocasiones, el nivel educativo es excelente. El problema es que quien tiene un título de universitario tiende a no aceptar, como es lógico, un trabajo para el que no hace falta titulación. Se crea una expectativa que es imposible de cumplir, mucho menos en una economía en la que siguen predominando actividades productivas que no requieren un gran valor añadido.
Así que la consecuencia es la de Granada, con sus universitarios sin techo, o sin techos. Más interesante aún es comprobar que a esos mismos jóvenes se les ha conseguido convencer, en muy buena medida, que tienen derecho a todo... en particular a no tener trabajo. Así que estamos llegando a una etapa muy particular de nuestra historia moral, una etapa que podríamos llamar de realización plena. Ya la gente está convencida de que lo ideal, el sueño al que todos debemos aspirar, es no trabajar. Pues bien, los sueños se suelen cumplir, por no decir que se cumplen casi siempre, y aquí está, realizado al fin, el de una sociedad sin trabajo.
¿Hay mayor felicidad que ver los sueños cumplidos en plena juventud?