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Lorenzo Ramirez

Liberación sindical

Es una vergüenza nacional que unos sindicatos que no representan ni al 10% de los empleados vivan de la teta pública y se jacten de ello, faltando al respeto a todos los que se levantan cada mañana para ganarse el pan, riéndose de ellos en su cara.

A estas alturas del partido casi todos los ciudadanos saben que los sindicatos de clase financiados con el dinero de los contribuyentes son una plaga que está hundiendo la productividad, perjudicando, al mismo tiempo, a los trabajadores fijos que luchan cada día por conservar su empleo y a los empresarios que son, al fin y al cabo, los encargados de impulsar la actividad económica y crear puestos de trabajo.

Aquellos que todavía consideren que esta afirmación es exagerada una de dos: o no tienen conocimientos suficientes sobre la realidad sindical o bien han sido captados por la secta socialista y repiten como monos el falaz argumentario anticapitalista que establece la maldad intrínseca del emprendedor y la bondad esencial del obrero, aunque no vaya a trabajar y cobre por ello. Tesis que, por cierto, está en los manuales de Educación para la Ciudadanía que estudian nuestros hijos y nietos.

Acabamos de conocer que el número de liberados sindicales de CCOO y UGT (los más subvencionados de España) alcanzan al menos las 57.000 personas, en un cálculo muy conservador. Es decir, que hay muchos más. El problema, como siempre que se habla de estos sindicatos, es que las cifras no son públicas y el Gobierno mira hacia otro lado, eludiendo así una de sus principales responsabilidades: explicar dónde va el dinero que sale de los bolsillos de las familias y las cuentas de resultados de las empresas.

Más allá de las cifras concretas, lo que es impresentable es que en un país como España –donde el ordenamiento jurídico tiene una legislación laboral que establece con meridiana claridad los derechos y los deberes de trabajadores y empresarios– exista un grupo de parásitos que cobran todos los meses por no ir a trabajar, disfrazando su actividad bajo el eufemismo de la "representación sindical".

Estos liberados generan un daño triple y letal para la economía nacional. Por un lado, evitan que los trabajadores que no cumplen con su labor diaria puedan ser despedidos, protegen sus salarios y destruyen las posibilidades de promoción de los empleados que se implican en el desarrollo diario de la empresa. Se ocupan de organizar campañas dentro de las compañías para apartar a los más capaces y forman grupos compactos de borregos que les apoyan en las sucesivas elecciones a los comités de empresa.

En segundo lugar, estos "trabajadores" cuestan un importante volumen de dinero a las empresas. Si damos por buena la cifra de 57.000 liberados, entonces el sector privado debe pagar 1.664 millones de euros todos los años para mantener a esta casta parasitaria. A este dinero hay que sumar el necesario para cubrir los puestos de trabajo que dejan vacantes los liberados, con lo que el coste se dispara hasta niveles insostenibles.

Finalmente, los liberados también hacen daño a los pocos políticos que deciden eliminar las rigideces del mercado laboral, optimizar los servicios públicos o simplemente adoptar cualquier tipo de medida económica que vaya contra el mensaje de propaganda oficial de las formaciones autodenominadas "de izquierda". Sirven para asistir a manifestaciones (previo pago del viaje y las dietas correspondientes), organizar algaradas, y para toda aquella actividad que sea susceptible de emplearse como arma arrojadiza contra cualquier política que sea remotamente liberal.

Tontos no son, desde luego, ya que siempre piden que estas "actividades de protesta" se organicen por la tarde, no sea que les de un sincope algún día por madrugar o que no tengan fuerzas para disfrutar del dinero de las dietas en los mejores restaurantes y bares de copas de la ciudad en la que se celebre el evento sindical correspondiente. Todo ello siempre que el tiempo acompañe, porque si llueve prefieren quedarse en su casa no sea que, por una vez en su vida, se mojen.

Este tipo de actividades no sería criticable desde el punto de vista de un economista siempre que los sindicatos (y sus liberados) se financiaran exclusivamente con las cuotas de sus afiliados (aunque los trabajadores y los emprendedores tendrían los mismos motivos de queja ante la mafia de los comités de empresa). Es una vergüenza nacional que unos sindicatos que no representan ni al 10% de los empleados vivan de la teta pública y se jacten de ello, faltando al respeto a todos los que se levantan cada mañana para ganarse el pan, riéndose de ellos en su cara.

En esto último coinciden con el Gobierno del PSOE, que se ríe de la reforma laboral y hace bromas con la posibilidad de alcanzar los cinco millones de parados. De momento, la estrategia es subir impuestos y seguir endeudando a la economía española para tapar las bocas de los parados y dar de comer (y beber) a los sindicatos, pero la gallina de los huevos de oro está herida de muerte. CCOO y UGT lo saben y por eso sacan los pies del tiesto cuando reciben críticas de altos cargos con carnet socialista, llegando incluso a mandar "a su puta casa" al gobernador del Banco de España.

Con un Gobierno prisionero de esta aristocracia laboral y una oposición que está inmersa en un proceso lamentable de giro a la progresía más burda, la única solución para acabar con esta lacra es que los propios trabajadores se den cuenta de quienes son sus verdaderos enemigos. Y cuando los localicen lo tienen muy fácil: que les apliquen la misma receta que piden los sindicatos para el gobernador del Banco de España.

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