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Emilio J. González

El problema de confiar en el Estado

De lo que ahora sucede con las pensiones no se puede culpar en exclusiva a los políticos, porque los ciudadanos también tienen su buena parte de responsabilidad por confiar tan ciegamente en el Estado.

¿Por qué en España la importancia de los fondos privados de pensiones es tan poca, tanto en términos absolutos como en comparación con los países avanzados? Esta es una cuestión que siempre me ha llamado la atención, lo mismo que un segundo hecho muy relacionado con el primero: la negativa de muchos españoles durante tantos años a aceptar que, algún día, el sistema público de pensiones podía quebrar, por una simple cuestión de lógica demográfica. Hoy, sin embargo, muchos de esos que confiaron ciegamente en la solvencia del sistema o, peor aún, en que al final el Estado siempre proveería, asisten con desolación a las propuestas de reforma que empieza a desgranar el Gobierno, que se resumen, básicamente, en que habrá que trabajar más años para cobrar menos dinero cuando llegue el momento del retiro. Lo cual ha constituido para muchos una desagradable sorpresa que no están financieramente preparados para afrontarla porque en su momento rechazaron de plano la idea de suscribir un plan privado de pensiones y porque ahora, endeudados como están hasta las cejas por haber comprado un piso a precios astronómicos, no tienen margen para ahorrar de cara al futuro.

Desde luego, este Gobierno, el de Zapatero, no ha hecho mucho, precisamente, por estimular la contratación de planes privados de pensiones, al menos para que, cuando llegue el momento, la renta que proporcionen pueda complementar a una prestación pública que, para muchos, se adivina exigua. Es más, desde que ZP llegó al poder en 2004 su Ejecutivo ha estado buscando formas para desincentivar las aportaciones a los planes privados: desde el incremento de su fiscalidad a la eliminación de la desgravación en el IRPF de las aportaciones a los sistemas privados de previsión social, pasando por tratar de convencer a los autónomos de que incrementen voluntariamente sus cotizaciones a la Seguridad Social (lo cual, lógicamente, harían en detrimento de las aportaciones a los sistemas privados). Y es que para ZP había dos cosas importantes: allegar como fuese recursos a la Seguridad Social y, sobre todo, eso tan socialista de que es el Estado, y no el individuo, quien tiene que proveer para el conjunto de la sociedad. De esta forma, el presidente del Gobierno habría conseguido dos objetivos: controlar a la sociedad a través del sistema público de pensiones y ejecutar una de sus políticas sociales; la de subir las pensiones mínimas, sin que ello suponga mayores gastos para el Estado, porque esa medida ya la financiarían los cotizantes a la Seguridad Social, sobre todo quienes, en razón de su sueldo, más aporten. Por tanto, ZP nunca ha tenido el menor interés en que se desarrolle en España la previsión social complementaria, sino todo lo contrario.

El Partido Popular, a su vez, tuvo en su momento la posibilidad de llevar a cabo una verdadera reforma del modelo de pensiones, abriendo las puertas de verdad a los sistema privados, pero la desperdició, en parte porque decían que la sociedad no aceptaría esa reforma, que nunca le quisieron explicar, en parte porque en el PP los verdaderos liberales caben en un 600 y a todos los demás eso del Estado les pone. Así es que, entre unos y otros, la casa sin barrer.

No obstante, de lo que ahora sucede con las pensiones y la baja importancia, aunque afortunadamente creciente, que tienen los planes privados en nuestro país, no se puede culpar en exclusiva a los políticos, porque los ciudadanos también tienen su buena parte de responsabilidad por confiar tan ciegamente en el Estado.

Es cierto que muchas generaciones de españoles hemos sido educadas en la idea de que el Estado es un ente moralmente superior al hombre, pero la inteligencia enseña a mirar a la vida con actitud crítica y cuestionar muchas de las cosas que aprendimos de niños, como así ha ocurrido, unas veces para bien y otras para mal. Sin embargo, la confianza en el Estado proveedor apenas se ha cuestionado, en parte porque para muchos suponía la ruptura de un esquema de pensamiento cuya quiebra les arrojaba de lleno en brazos de la libertad, con sus deberes y responsabilidades.

Para mucha gente es mucho más cómodo decir que debe ser el Estado quien se encargue de esto o aquello y, de esta forma, hacer dejación de sus responsabilidades. Por ejemplo, quien cree que se debe ayudar económicamente a los países más pobres pide que lo haga el Estado, en lugar de ser él quien se rasque el bolsillo, y así encuentra satisfacción moral aunque ello implique la dejación de una responsabilidad personal. Con las pensiones ocurre tres cuartos de lo mismo. Si el Estado se encarga de ello, yo no tengo por qué preocuparme de mi futuro, y más, decían muchos, cuando se tiene en cuenta que el valor de un plan de pensiones puede bajar en algún momento del tiempo, en función de las circunstancias económicas y de los mercados financieros; olvidando que para algo está la gestión prudente, por ejemplo, ese principio sencillo de entender que dice que el porcentaje de un plan de pensiones invertido en activos de riesgo, como acciones, debe ser igual a los años que a uno le resten hasta llegar a la jubilación. ¿Qué a alguien le quedan cinco años? Pues su plan no debería tener más de un 5% de su capital invertido en renta variable, con el fin de conservar los recursos con los que financiar la pensión. Claro que eso implica que uno se preocupe por sus cosas en lugar de dejar que sean otros los que decidan por él, porque luego pasa lo que pasa, que es un negro futuro cuando llegue la edad del retiro para quien en estos momentos tenga menos de 55 años.

También es verdad que muchos ciudadanos, en lugar de adquirir viviendas a precios que realmente se pudieran permitir, se han embarcado en compras imposibles, y el poco margen de ahorro que les pudiera quedar lo han dilapidado en vivir por encima de sus posibilidades, en todos los sentidos, porque confiaban en que el Estado proveería. Y ese es uno de los grandes problemas de nuestro país, esa confianza ciega en el Estado que lleva a la persona a hacer una verdadera dejación de sus responsabilidades individuales para echarse después las manos a la cabeza cuando quienes desde el Gobierno no tienen más remedio que reconocer que esto no da más de sí y que hay que apechugar con las consecuencias. Mi buen amigo Francisco Cabrillo escribía hace unos días en este mismo medio que lo que hacen falta son menos funcionarios y más empresarios, y tiene razón. Yo voy más allá y digo que lo que necesita España es menos confianza en el Estado y más en la propia persona a la hora de afrontar los retos de la vida.

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