El Estado español tiene, por desgracia, una larga tradición de impagos de su deuda. Ya en la segunda mitad del siglo XVI, en los momentos de mayor esplendor del Imperio español, Felipe II tuvo que declarase en bancarrota en tres ocasiones. En el siglo XIX las bolsas de París y Londres llegaron a cerrarse a los valores españoles como respuesta a suspensiones del pago de los intereses y el principal de la deuda. Y no deberíamos olvidar que el monopolio de emisión de billetes que el Banco de España obtuvo en 1874 se debió a los problemas financieros del Estado, que prácticamente vendió ese monopolio a cambio de un préstamo.
El general Franco nunca fue partidario de acudir a la deuda pública como una forma habitual de financiar el gasto público, prefiriendo utilizar la emisión de dinero y la inflación para cubrir las diferencias entre los gastos públicos y los ingresos por impuestos. El resultado fue que, cuando falleció en 1975, España tenía un nivel de deuda muy reducido. El gran crecimiento de la deuda española tuvo lugar en la década de 1980 con los gobiernos de Felipe González, que acudieron masivamente a este recurso para financiar el espectacular crecimiento del gasto público que tuvo lugar en aquellos años. Como parte del saneamiento financiero que llevó a cabo a partir de 1996, Aznar redujo de forma importante la ratio deuda/PIB. Y España ha tenido un nivel relativamente bajo de deuda hasta el comienzo de la crisis en la que el actual Gobierno la ha hecho crecer tan rápidamente que ha aumentado en más de veinte puntos de PIB entre 2007 y 2010.
Como Rodríguez Zapatero heredó una economía saneada, el problema español no es tanto que su deuda pública sea hoy elevada, como que esté creciendo de forma acelerada. Y no se observa indicio alguno de que el Gobierno esté dispuesto a cambiar de política. Por primera vez en bastantes años se habla en los mercados internacionales y en la prensa económica de los problemas que puede llegar a tener nuestro país para colocar su deuda entre los inversores, dada la fuerte competencia que hoy existe por conseguir recursos en los mercados financieros debido a que, por desgracia, la necesidad de financiar con deuda los déficit presupuestarios no es un problema sólo español.
En resumen, parece que hemos dejado de ser un país considerado plenamente solvente y todo indica que estamos volviendo a una lamentable tradición a la que creíamos haber renunciado hace ya unos cuantos años. La razón para emitir más deuda pública es, en el fondo, siempre la misma: la idea de que los beneficios que se consiguen con los recursos obtenidos son mayores que los costes que a la sociedad le supone el endeudamiento. En otras palabras, para Felipe II combatir al turco o al protestante y reforzar el imperio era algo mucho más importante que empeñar los recursos futuros de la nación. Y a Rodríguez Zapatero le interesa seguir teniendo fondos para gastar mientras esté en el poder y le preocupan mucho menos las obligaciones que está asumiendo en nombre de todos los españoles.
Desde el Gobierno se dirá, seguramente, que estamos sólo unos puntos por encima del máximo que la Unión Europea fija para la ratio deuda pública/PIB y que varios países de la Unión están aún peor que nosotros. Pobre consuelo, desde luego. El endeudamiento nos está generando ya muchos problemas, el más importante de los cuales no es que tengamos que pagar mucho dinero como consecuencia de la prima de riesgo que hoy exigen los mercado a España; ni lo es el efecto de expulsión que está generando la emisión de deuda al privar de recursos a unas empresas a las que hoy les cuesta mucho conseguir financiación. En lo que habría que pensar es en que el endeudamiento hay que pagarlo; y en que la deuda no es otra cosa que un impuesto diferido. Y no serán sólo nuestros hijos –como suele decirse– los que lo paguen. Estamos ya haciéndolo nosotros.