Probablemente pocos acontecimientos como la crisis económica actual hayan hecho tanto por desprestigiar a la corriente ortodoxa dentro de la ciencia económica, al menos en lo que a su vertiente macroeconómica se refiere. Parapetados tras un arsenal matemático con mucho continente y en demasiadas ocasiones poco contenido, nos quisieron convencer de que, gracias a convertir la economía en una ciencia abstracta apartada de la realidad, habían conseguido dotarla de una elevada capacidad predictiva: con pequeños matices, nos decían, existe un consenso científico sobre cuáles son los efectos de la política monetaria, de la política fiscal y de los diversos géneros de regulaciones.
Pero hete aquí que la crisis provocada por la expansión crediticia de la Fed no sólo dinamita los modelos que afirmaban que la política monetaria no tenía efectos reales a largo plazo (¿cómo negar la tozuda realidad de que en España hemos producido más de un millón de pisos que no deberíamos haber construido?) y que podía engendrar estímulos sorpresivos en el corto plazo (¿son las malas inversiones una novedosa forma de riqueza?), sino también el prestigio sobre la capacidad predictiva de la ciencia económica.
¿Alguien anticipó la crisis? Aparte de los economistas austriacos que cuentan con una poderosísima teoría del ciclo económico, hubo algunos economistas ortodoxos que tratando de comprender la realidad al margen de los estrechos modelos neoclásicos, anticiparon algunas dificultades (aunque ninguno de estos últimos previó tantas calamidades como las que más adelante vinieron). Sin embargo, el grueso de la profesión los desdeñó como catastrofistas a los que no había que hacer demasiado caso, lo que ilustra que el consenso estaba edificado en realidad sobre pies de barro.
Lo mismo está sucediendo en estos momentos con el lamentable espectáculo que están realizando algunos de estos "científicos" al discutir sobre la necesidad de un plan de estímulo para la economía. Krugman, por ejemplo, defendía a mediados de 2008 que el Gobierno estadounidense debía aprobar un plan de estímulo de unos 700.000 millones para relanzar la economía; después de que Obama ganara las elecciones y cuando todo hacía prever que iba a sacar adelante semejante paquete, el Premio Nobel (no lo olvidemos) de 2008 modificó su estimación: haría falta gastar el doble, 1,4 billones, para lograr que la economía se recupere. Ya sabrá el lector que entre 0,7 billones y 1,4 no hay mucha diferencia, sobre todo cuando paga el contribuyente.
Por su parte, la presidenta de los asesores económicos de Obama, Christina Romer, asegura que el paquete de estímulo de Obama ha contribuido a crear entre 600.000 y 1,5 millones de puestos de trabajo (cifras asimismo muy precisas) que habría desaparecido en ausencia del plan. Claro que la propia Christina Romer pronosticó en enero de 2009 que si el plan de estímulo se aprobaba, a finales de año Estados Unidos tendría una tasa de paro de algo menos del 8% –lo que suponía crear unos 3,5 millones de puestos de trabajo–, cuando hoy asciende a casi el 10%. Lo gracioso es que la propia Romer preveía que sin "estímulo" la tasa de paro no pasaria del 9%, lo que debería moverla a plantearse si, en efecto, el paquete de estímulo ha tenido efectos negativos.
De hecho, esto último es lo que sostiene ahora el eterno Nobelable Robert Barro: el Gobierno ha incrementado el gasto público en 600.000 millones a un coste de 900.000. Aunque en análisis de Barro me parece mucho más acertado que el de Krugman o Romer, no deja de ser lamentable que los modelos "científicos" que los economistas más prestigiosos del mundo están manejando les permitan obtener resultados diametralmente opuestos dependiendo de las hipótesis que incorporen al mismo. Krugman y Romer asumen, por ejemplo, que el efecto multiplicador del gasto es de 1,5 (es decir, que por cada dólar que el Gobierno gasta, se crean en la economía 1,5 dólares), mientras que Barro presupone que está en 0,6 (de modo que por cada dólar que el Gobierno gasta, se destruyen 0,4 dólares de riqueza en la economía).
La causa de que todos estos modelos sean tan discrecionales ya la apuntó Arnold Kling hace unos días: "Las condiciones bajo las cuales las técnicas estadísticas son científicamente válidas no se satisfacen con los datos macroeconómicos. No hay razón para tomar los resultados de un modelo como otra cosa que las opiniones de quien ha creado el modelo".
Pero señores, esto no es ciencia. Es una farsa destinada a "crear la ilusión de que el Gobierno puede ejercer un control preciso sobre el PIB y el empleo". Un modo elegante de someternos a todos a sus prejuicios e ideología. La ortodoxia económica entierra el realismo en nombre de la capacidad predictiva y al final obtenemos modelos irreales y predicciones a gusto del político de turno. Tal vez si los economistas concentraran más en comprender lo que sucede que en tratar de influir en qué ha de suceder, sus teorías serían más consistentes y útiles. Pero entonces muchos de ellos perderían su aura de gurús, arquitectos, maestros, salvadores y mesías para pasar a convertirse en simples observadores grises y aburridos de la realidad. Un coste demasiado elevado para obtener resultados tan pobres como dejar de estimular los ciclos económicos y no endeudar más a nuestros bisnietos.