Tras la airada filípica de Zapatero contra "los especuladores que atacan al euro" yace ese temor reverencial que sólo se siente ante los misterios más insondables de la existencia. Así, frente al enigma metafísico de que a un trozo de papel le quepa transmutarse en depósito fiduciario de valor, don José Luis experimenta el sobrecogimiento de aquellos feligreses que asistían a la liturgia en latín con la boina entre las manos y sin comprender ni una palabra. De ahí, sin duda, esa réplica de Campesinos búlgaros huyendo de la vacuna en que ha devenido la imagen pública del Consejo de Ministros durante las últimas horas.
Arrastra el presidente, y se le nota, el atavismo psicológico que en tiempos de María Castaña vinculó la moneda fuerte con el orgullo de la Nación. Por eso, a sus oídos, una devaluación inducida del euro debe sonar más o menos igual que un diagnóstico clínico de disfunción eréctil; bochornoso trance para la Unión, a su limitado juicio, que procedería evitar al precio que fuera. Se comprende, pues, la virulenta hojarasca retórica contra los fondos de inversión libre que acaban de lanzar Blanco, Pajín y demás eruditos de la Wikipedia. Al cabo, sólo falta que Rubalcaba ordene aplicar la Ley Antiterrorista a los mayoristas de salchichón, tratantes de albardas e importadores de pelotas de baloncesto, también reos todos ellos del infamante delito de especulación; es decir, de adquirir bienes con la torticera esperanza de revenderlos con ganancias en el futuro. Aunque arbitraje se llame la figura y resulte ser tan antigua como el universo mundo.
Alguien, por lo demás, ha debido calentarle la oreja al presidente con la historia de George Soros y la libra esterlina; cuandodecidiódepreciarla y, tras pedir prestados dieciséis mil millones, se puso a venderlas alostentóreo modo. Que ésa sería su manera de espantar al rebaño electrónico. Así, hasta que el Gobierno de Su Majestad capituló y el altivo parné de Isabel II cayó un quince por ciento. Quizá sepa, entonces, que al acabar la partida Soros había ganado unos mil millones de dólares. Aunque debe ignorar, seguro, que los ingleses, con un tipo de cambio más competitivo, comenzaron al punto a salir de la crisis en la que andaban enfangados. ¿Especuladores? Que Dios los bendiga.