Desde hace unas semanas la economía española está siendo analizada, juzgada y condenada por la mayor parte de los organismos internacionales, el FMI, la propia Comisión Europea y el Banco Central Europeo, así como por los más prestigiosos medios de comunicación internacionales, el Financial Times y el Wall Street Journal.
El examen a la economía española tiene ahora un nuevo y sorprendente –para muchos– marco de referencia, el euro. La duda en los medios económicos internacionales es si la economía española resistirá dentro de la Unión Monetaria Europea (no la Unión Europea) o si, por otra parte, el euro podría aguantar un descalabro financiero, presupuestario y de deuda nacional de la economía española. La actual ronda de análisis ha sido desencadenada por los problemas de Grecia, que tienen difícil solución dentro del euro. Aunque tampoco les sería fácil a los griegos alcanzar el equilibrio fuera del euro, pues una salida voluntaria, o forzada, de la Unión Monetaria, significaría un aumento enorme de su deuda exterior, la quiebra de su sistema financiero, la suspensión de pagos de su sector público y la devaluación de cualquiera que fuera su moneda nacional. Junto con la necesidad de tener que hacer las mismas reformas a las que ahora está obligada, pero con una diferencia: la industria exportadora podría recuperarse y, con las reformas hechas, podría impulsar el crecimiento de toda la economía, con lo que, además, la pobreza provocada por la pérdida de valor de su nueva moneda nacional se distribuiría más equilibradamente entre todos, y no como ahora desigualmente, entre los que tienen trabajo y patrimonio neto positivo y los que no tienen ni trabajo ni patrimonio. Al margen de las supuestas ventajas del euro, lo que está claro es que en los países del área de la moneda única que sufran una crisis como la que estamos soportando, las desigualdades económicas y sociales van a crecer exponencialmente.
El caso de la economía española es diferente. Su tamaño, entre cuatro y cinco veces el de la griega, no permite su salida del euro, pues todo el sistema financiero europeo quedaría muy resentido, ni un plan de apoyo financiero europeo, pues el tamaño de la ayuda necesaria está fuera del alcance de la propia Comisión Europea, al margen del riesgo moral que significaría saber que esa solución es posible para cualquier país miembro. Sencillamente, ni la Unión Europea ni la Unión Monetaria Europea están diseñadas para ayudar a los países miembros en caso de dificultades. El presupuesto comunitario supone poco más del 1% del PIB de los países miembros de la Unión Europea. Y los estatutos del Banco Central Europeo no contemplan ni la posibilidad de una secesión, ni la de una expulsión, ni la de ayudas como las que puede dar el Fondo Monetario Internacional.
La economía española está condenada, salvo una catástrofe política, a hacer las reformas. Y las reformas se harán, aun a costa de un desempleo enorme, de la reducción de las transferencias sociales a partir de 2011, de la desaparición de las inversiones públicas en infraestructuras y de la congelación o disminución nominal de los salarios de la mayoría de los empleados del sector público y del privado.
Entre los economistas extranjeros que están hablando del futuro de la economía española y el del euro destacan por su prestigio Nouriel Roubini, Olivier Blanchard –economista jefe del FMI–, Martin Wolf, Martin Feldstein, Paul Krugman. Y todos ellos manifiestan la misma opinión respecto a España y el euro: la recuperación va a ser muy difícil.
Lo llamativo de este momento de debate económico sobre el euro es que ninguno de los "europtimistas" españoles de los años 1996 a 1998, economistas o políticos, están interviniendo no ya para defender el euro, sino para defender la decisión de integrar la economía española en el euro en 1999 en las condiciones en las que se hizo. En esos años, la inmensa mayoría de los economistas, y prácticamente todos los políticos españoles querían entran rápidamente en el euro. La posición de los responsables económicos del PP, entonces en el Gobierno, era que "hay que entrar en el euro, pues esa es la única forma de que la sociedad española acepte las reformas necesarias". La de los pocos euroescépticos, entre los cuales me contaba y me cuento, era la opuesta: "primero las reformas y después el euro". Ese posicionamiento nos costó a los que defendíamos esa política la calificación de "extremistas" y "antieuropeos" por parte del Gobierno del PP. Una reacción no muy diferente a la del Gobierno de Rodríguez Zapatero, que en 2007 nos tachaba de "antipatriotas" a los que creíamos que ya vivíamos una tremenda crisis económica.
El obstáculo fundamental para que la economía española se "modernizara", lo que equivale a decir que se "flexibilizara", han sido siempre los sucesivos gobiernos de España. Los del primer mandato de Aznar nos hicieron concebir esperanzas, porque fueron muchas las reformas que se hicieron; reformas que se paralizaron en el segundo mandato, el de la mayoría absoluta, sobre todo cuando se planteó la sucesión de Aznar. Pero hubo una reforma que nunca estuvo dispuesto a hacer el Partido Popular: la del mercado de trabajo. En la propia campaña de las elecciones de 1996, Rodrigo Rato cambió el diapasón y dejó claro que no habría una auténtica reforma del mercado de trabajo. Y no la hubo. Tras llegar al Gobierno, el PP firmó múltiples acuerdos con los sindicatos, porque lo importante era borrar el sambenito de ser "neoliberales capitalistas" para así poder ganar las siguientes elecciones. Los intereses de España como nación se supeditaron a lograr ese objetivo.
No todo lo que nos ocurre es responsabilidad del Gobierno de Rodríguez Zapatero. Hay responsabilidades del primer gobierno de Aznar, que decidió –junto con todos los gobiernos de los países periféricos europeos, los PIGS– incorporarse precipitadamente al euro. La responsabilidad de los siguientes gobiernos de Aznar se acrecentó en la medida en que la política monetaria del Banco Central Europeo comenzó a provocar la aparición de una enorme burbuja crediticia, que se centró en el sector inmobiliario sin que hubiera ninguna una reacción gubernamental, excepto la de obligar a la banca a la constitución de unas garantías genéricas para hacer frente a los impagos cuando el ciclo entrara en su parte descendente.
Y hay mayores responsabilidades en los gobiernos de Rodríguez Zapatero, por no reconocer la inminencia del estallido de la burbuja crediticia en su primer mandato y por negarse a aceptar la realidad de la crisis cuando ya se había declarado. Y la máxima responsabilidad es la de seguir sin tomar ninguna decisión para que, cuando el ajuste de la economía española termine, podamos volver a crecer y a crear empleo. En correspondencia con la irresponsabilidad del Gobierno del PSOE, la actuación del Partido Popular está siendo bochornosa, porque practican una oposición demagógica, no aportan ideas y cuando por fin el Gobierno avanza alguna idea de reforma, –como la de la modificación de la edad de jubilación–, la critican desde posiciones populistas. Todo es válido, aparentemente, como hizo el PSOE para ganar las próximas elecciones. Y dicen, en voz baja, "después, cuando ganemos, haremos las reformas". Una declaración que es o falsa o de casi imposible cumplimiento, porque para hacer reformas hay que estar legitimado. Y el Partido Popular se aleja de la legitimación con su populismo. La única esperanza para los españoles es que si gana el PP se vea obligado a pactar con otro partido que no haya cometido los mismos pecados.
Casi nada de lo que nos está ocurriendo es un accidente. Los riesgos del euro sin reformas eran conocidos. Por los europeístas y por los euroescépticos. Las declaraciones de Roubini no añaden nada a lo que ya sabíamos. Lo que no era previsible el 1 de enero de 1999, fecha de la entrada en vigor de la Unión Monetaria Europea, era una política monetaria tan alocada como la de Greenspan en la Reserva Federal y que el Banco Central Europeo y los otros bancos centrales le siguieran en la relajación de las normas de control y regulación de los respectivos sistemas financieros. Tampoco era previsible ni que, con la misma política monetaria en el área euro el crédito creciera el 8% anual en Alemania y el 18% en España, ni el tamaño de nuestra burbuja inmobiliaria. Esa política monetaria laxa, de desregulación y descontrol, es la que ha desencadenado la gran recesión, junto con la manipulación del tipo de cambio de sus monedas por parte de China y de otros países asiáticos.
Pero ahora estamos hablando de otro problema. Ahora lo que se plantea son las dificultades específicas de países como Grecia, Portugal, España, Irlanda e Italia, integrados en el euro, para salir de la crisis. Precisamente por las dificultades que tienen para ser competitivos, lo que nos obliga a todos a reducir precios y salarios sin devaluar. Ese era el problema de la Unión Monetaria Europea para todos los países miembros antes de que entrara en vigor. El temor de los euroescépticos españoles de aquel momento era que si la economía española perdía competitividad habría un momento en que dejaría de crecer. El temor era que una misma política monetaria europea fuera inapropiada para unos o para otros. El temor era que nuestro Gobierno no hiciera las reformas necesarias.
En lugar de explicar el porqué de las dificultades de la economía española, o de la griega, para salir de la crisis, me ha parecido más útil reproducir –textualmente y en su integridad– uno de los artículos que publiqué en 1997 y en el que se exponen los argumentos en contra de una Unión Monetaria precipitada. No pretendo recordar que lo que nos está pasando tenía una probabilidad elevada de ocurrir en 1997, hace 13 años, sino llamar la atención al Gobierno y a la oposición, a los sindicatos y a la patronal y a cualquier español interesado en nuestro futuro de que estamos en el euro por una decisión política compartida por la inmensa mayoría de los partidos y que las reformas pendientes, que también son decisiones políticas, deberían también adoptarse por aplastante mayoría.