Durante los últimos años, los economistas más irresponsables de medio mundo han venido sustituyendo la imperiosa necesidad de corregir los desajustes de nuestras economías por la conveniencia de inflar el gasto público. En momentos de crisis, nos decían, el Estado tiene que sustituir a un sector privado paralizado por la incertidumbre y cuyas demandas de bienes de consumo y de bienes de inversión han desaparecido.
Portentosa huida hacia delante similar a la de esos malos estudiantes que no satisfechos con haber suspendido un curso entero en la universidad, duplican el número de asignaturas matriculadas al año siguiente para aparentar que siguen en la brecha.
Debería haber sido evidente desde un principio que la deuda pública no constituía un activo para una economía, sino más bien, y como dicta su naturaleza, un pasivo. Sólo aquellos que se han inyectado a Keynes en las venas pueden pensar que una borrachera de gasto y endeudamiento generará la riqueza adicional suficiente como para autofinanciar el propio torrente de despilfarro.
Al fin y al cabo, el economista inglés se burlaba de los economistas clásicos por creer (en realidad no lo creían, pero él los manipuló tanto que todo el mundo ha terminado por tragárselo) que "toda oferta genera su propia demanda". 'Pobres ignaros decimonónicos', pensaban altivos desde su atalaya los economistas del s. XXI pertrechados de modelos macroeconómicos a cada cual más irreal. Pero lo cierto es que los sucesores de Keynes se han creído a pies juntillas otra máxima más ridícula si cabe, la de que "todo endeudamiento público genera sus propios ingresos fiscales".
Y así, llegamos a donde nos aseguraron que nunca llegaríamos si seguíamos sus recomendaciones, si aplicábamos a rajatabla ese libreto mal escrito y peor razonado de la Teoría General. Grecia al borde de la quiebra y tras ella... España. Eso afirma Roubini, Dr. Doom, el gurú que tanto prestigio ha ganado durante esta crisis y también el mismo que ha avalado esta política de endeudamiento masivo: "Si el sector privado no puede gastar, las antiguas y tradicionales políticas keynesianas de gasto por parte del Gobierno se vuelven a convertir en necesarias", nos prescribía poco después de la caída de Lehman Brothers.
Ya ni siquiera los más entusiastas partidarios del gasto público se atreven a negar la posibilidad de que algunas economías quiebren y por ello se afanan en buscar excusas con las que justificar por qué las economías que más ajustes necesitaban –y que menos ajustes han implementado gracias al manto protector de la deuda pública– siguen hundiéndose en la miseria, pese a que sus Estados –incluyendo a nuestra España– han sustentado perfectamente la demanda privada que desaparecía, tal y como ellos recomendaban.
Hace dos años, algunos –tampoco demasiados–marcamos el objetivo al que deberían dirigirse las finanzas públicas para favorecer una pronta recuperación: bajar los impuestos y reducir aún más el gasto público para así generar superávits. La lógica era palmaria: España –Occidente en general– tiene un problema de excesivo endeudamiento que sólo puede paliarse incrementando durante varios ejercicios el ahorro, para lo cual será necesario recortar el consumo privado y también el público. Menos impuestos y menos gasto habrían permitido reducir la deuda pública y privada, colocando a nuestras sociedades en posición para volver a invertir y prosperar.
Pero no, se aplicó justo la receta opuesta: incrementar desproporcionadamente el gasto para aparentar que seguíamos siendo ricos mientras nos hundíamos en la miseria. Ahora no sólo tenemos que realizar los duros ajustes que deberíamos haber acometido hace años, sino que, en el caso de España, debemos hacerlo con la gravosa carga adicional de unos 150.000 millones de deuda pública.
Es el síndrome del nuevo rico incapaz de administrar sus finanzas y que termina por arruinarse. Nuestras élites políticas e intelectuales no estaban maduras, pues desconocían y desconocen cómo funciona una economía de mercado. Sólo les ha faltado que desde el extranjero el consenso económico internacional –que ya quebró cuando estalló la crisis y que se vuelve a resquebrajar ahora que la ha acentuado en varias partes del globo– les haya dado ánimos para seguir gastando y endeudándose. Algunos, como ese insigne propagandista llamado Paul Krugman, incluso se atreven a afirmar que el problema es que nuestros Estados no se han endeudado lo suficiente.
Pero ahí tenemos las consecuencias de su vademécum: los mismos que creían que no existía "otra política económica posible" son los mismos que ahora anuncian apesadumbrados y como si no fuera con ellos la quiebra de los eslabones más débiles de la economía mundial. Pues nada, a seguir así, a ver si con Obama como aliado también conseguís cargaros la economía estadounidense previa ronda de lloros, lamentos, excusas y unos cuantos "yo no fui".