Hace un mes tuve la oportunidad de presentar ante la Asociación Argentina de Economía Política (AAEP) una lectura austríaca de la crisis financiera internacional. La AAEP reúne cada año a cientos de los más distinguidos economistas del país, donde la mayoría de los participantes no son necesariamente formados en la tradición de Mises y Hayek.
Mi presentación fue de unos 20 minutos, a partir de los cuales, se desarrollaron más tarde dos comentarios. Quiero hacer alusión aquí al segundo de ellos, correspondiente a la profesora de la Universidad de Buenos Aires, Lidia Rosignuolo.
Debo decir que su comentario fue sumamente positivo para con mi trabajo, pero cerró con la siguiente afirmación: "En los comentarios finales y a modo de conclusión, Adrián plantea aquella vieja idea de Von Hayek, que sostenía que la eliminación de los bancos centrales y del dinero público era la manera más eficiente para evitar el ciclo económico. En mi opinión, esta idea de Von Hayek, por su muy baja probabilidad de aplicación, atenta per se contra la divulgación de las ideas de la escuela austríaca".
Me surge entonces la siguiente pregunta: ¿Es realmente muy baja la probabilidad de terminar con los bancos centrales? El siguiente análisis me lleva a sugerir que la conclusión de la profesora Rosignuolo es correcta.
Y es que si bien es cierto que la actual presión sobre el dólar no tiene precedentes, hay numerosos agentes económicos que se benefician del sistema de la banca central, lo que hace sumamente difícil un cambio de este tipo.
La historia económica nos enseña dos importantes lecciones: la primera, que el mundo siempre ha sido inestable. Han habido fluctuaciones económicas aun antes de la creación de los bancos centrales del siglo pasado; la segunda, que la inestabilidad ha sido considerable y relativamente mayor en el último siglo.
Así como la libra esterlina, al abandonar el patrón oro, comenzó a recibir presiones que terminaron desplazándola, constituyendo un nuevo orden económico mundial sostenido sobre el dólar, hoy, la moneda americana, fruto de la mala política monetaria, muestra presiones similares.
¿Pero cuál puede ser el desenlace de esta historia? Las alternativas al dólar no son muchas. Los países de la Unión Europea, por ejemplo, presentan hoy serios problemas en su sistema bancario, y con la excepción de Alemania, toda la región está inmersa en una crisis inmobiliaria que no es comparativamente menor que la de Estados Unidos. Japón continúa tratando de salir de un estancamiento que ya lleva, al menos, dos décadas, además de los desafíos demográficos. China y Brasil se presentan como emergentes en crecimiento, sostenidos sobre una extensa población y mercados atractivos para la inversión, pero con mercados financieros insuficientemente líquidos.
Todo esto ha llevado a Barry Eichengreen –profesor de Economía y Ciencias Políticas de Berkeley– a sostener que "el dólar todavía es mejor que cualquiera de las alternativas". No se observa en la actualidad una moneda alternativa que pueda emular el desplazamiento que el dólar ejerció sobre la libra.
¿Pero qué hay con el oro? Cualquier gráfico que compare la evolución de las distintas monedas y el oro nos llevará a la conclusión que este último es la mejor reserva de valor.
¿Es posible entonces un retorno al patrón oro y abandonar el sistema de banca central tal como hoy lo concebimos? O dicho en otros términos, ¿cuáles son los factores que impiden una reforma monetaria de dichas características?
Primero, el sistema político. Los gobernantes de todo el mundo saben que ante la necesidad de sumar votos, no hay nada mejor que recurrir rápidamente al banco central para así aumentar el gasto público sin necesidad de incrementar la presión impositiva. Una sistema de patrón oro sería –en pocas palabras– una enorme traba para mantener la actual estructura de gastos, y más aún, volvería inviables los intentos de incrementar aún más los roles del Estado sobre la economía.
En segundo lugar, tenemos que mencionar el factor "cultural", gobernado hoy por lo que Jesús Huerta de Soto suele denominar como la "estatolatría". Parece ser una norma para la sociedad que ante un problema económico el Estado debe actuar resolviéndolo todo. La inactividad estatal sería así un problema que rápidamente ejercería presiones sobre el regreso de la banca central.
Tercero, el sistema bancario, que ya no contaría con un prestamista de última instancia que lo salve de toda la irresponsabilidad con la cual muchas veces se maneja. Aparecería así un límite de mercado a la expansión crediticia, lo cual tendría un efecto benéfico al terminar con los recurrentes ciclos económicos, pero que implicaría terminar con la política de dinero fácil y las artificialmente bajas tasas de interés.
Cuarto, muchos pseudo empresarios poderosos ya no podrían contar con el extendido favor del Gobierno, sino que deberían ganarse en el mercado el favor del consumidor.
En quinto lugar, eliminar el sistema de banca central terminaría con los elevados niveles de inflación, lo que haría inútiles a los sindicatos, que hoy pelean justamente por recuperar el poder adquisitivo perdido. Millones de sindicalistas se quedarían sin trabajo.
En sexto lugar, habría numerosos grupos de presión que perderían sus contactos políticos. Todos los sectores que hoy viven de la "ayuda estatal" tendrían que desaparecer o bien buscar ayuda voluntaria del sector privado.
Séptimo, una especial mención merecen los funcionarios y sus asesores, quienes –por todos estos cambios– se verían enormemente reducidos en cantidad y a la vez, contarían con un menor volumen de fondos para aplicar políticas públicas.
Y por último, aparece el problema de todas las organizaciones internacionales que puesto que viven de las transferencias de los Estados nacionales rápidamente desaparecerían o al igual que los sectores que viven de la "ayuda estatal" deberían formarse mediante "ayuda voluntaria y privada".
Por todo lo dicho, eliminar el sistema de banca central parece gozar de una escasísima probabilidad de ocurrencia.