Se equivocan de plano quienes piensan que el actual sistema financiero y monetario actúa bajo la batuta del libre mercado. Todo lo contrario. La planificación central de corte comunista es la norma, no la excepción, en el ámbito de la banca, el crédito y los tipos de interés. El sector bancario es, de lejos, el más intervenido, regulado y controlado por el poder público en las economías desarrolladas.
Además, son empresas de titularidad privada, pero operan bajo un régimen de oligopolio en el que la entrada de competidores está fuertemente restringida al precisar de una autorización previa. Por si ello fuera poco, toda su actividad está supeditada a las normas, exigencias y requisitos de la banca central, el brazo financiero del Estado. Por último, los tipos de interés (el precio de dinero), el factor clave de toda la actividad crediticia, no fluctúan libremente. La entidad monetaria fija de forma arbitraria y artificial el tipo a aplicar en cada momento, según convenga a la banca o al Gobierno de turno.
Dicho esto, en los últimos días se suceden las informaciones relativas al mantenimiento de tipos históricamente bajos más allá de 2010. La Reserva Federal de Estados Unidos (la FED) contempla la posibilidad de mantener una tasa próxima al 0% hasta 2012; el Banco Central Europeo (BCE) mantendrá el 1% hasta 2011, al igual que el Banco de Inglaterra (0,5%), según diversos analistas; y ya no digamos Japón, con tasas mínimas (en la actualidad, 0,1%) desde los años 90, tras el inicio de su particular depresión.
La cuestión es que no se trata de un debate nuevo. La fijación arbitraria de tipos fue una cuestión muy discutida durante el siglo XVII en Gran Bretaña. Por entonces, los mercantilistas abogaban por rebajar de modo considerable el tipo de interés máximo legal, fijado en el 8% (un tipo superior era considerado "usura"). Y ello, bajo la excusa de que la creciente prosperidad económica que disfrutaba Holanda se debía a los bajos tipos de interés, inferiores a los de Inglaterra.
Los mercantilistas se quejaban de que los tipos elevados perjudicaban el comercio exterior y el consumo interno, y veían el interés bajo como la panacea a todos sus males. Tras duras presiones, lograron que el Parlamento rebajara el tipo máximo del 8% al 6%, pero no contentos con ello intentaron bajarlo nuevamente hasta el 4% en 1668.
El problema es que el bajo interés de un determinado país es "efecto" no "causa" de la abundancia de ahorro y riqueza. En el debate parlamentario que tuvo lugar sobre esta cuestión, Edward Waller señaló que "con el dinero sucede como con otras mercancías, cuanto más abundantes, más baratas son, así que haced copioso el [ahorro] dinero y el interés será bajo". Éste era, precisamente, el caso de Holanda en aquellos años: la riqueza derivada de su potente comercio exterior permitió acumular ahorro suficiente como para mantener los tipos de interés bajos durante largos años, sin necesidad de que ningún organismo central fijara su precio.
De hecho, los holandeses carecían de una ley contra la usura, ya que el crédito abundaba gracias al ahorro. El tipo fluctuaba libremente en función de la oferta y demanda de préstamos existente en cada momento. El liberal John Locke fue un firme defensor de que el mercado libre fijase el tipo de interés "natural" (el que responde a oferta y demanda), rechazando así la propuesta de los mercantilistas. De hecho, ganó la batalla, ya que la Cámara de los Lores desechó en 1669 rebajar el interés al 4%.
Asimismo, más allá del debate sobre los tipos, los mercantilistas eran firmes inflacionistas. Esto es, defensores de crear papel y crédito bancario, así como papel moneda del Gobierno. El nacimiento del dinero fiduciario (fiat) bajo monopolio estatal y de la banca central tuvo lugar en Inglaterra en la década de 1690. A partir de entonces, los mercantilistas, en su pretensión de reforzar el poder del Estado, hicieron uso de ambas innovaciones monetarias para incrementar la cantidad de dinero en circulación, bajo el falso pretexto de que ello beneficiaría a la sociedad.
Y es que, a mayor cantidad de dinero, mayor consumo, empleo y producción –alegaban– cuando, en realidad, el aumento de la oferta monetaria se materializa en incremento de precios (inflación). Así, Locke denunciaba por entonces que la devaluación monetaria (imprimir papel sin respaldo metálico) es "ilusoria" e "inflacionista". Lo que determina el valor real de una moneda es la cantidad de plata y no el nombre que se le adjudique.
Si las monedas son depreciadas en un veinteavo "cuando los hombres vayan al mercado a comprar cualquier otra mercancía con su nuevo aunque más ligero dinero, hallarán que 20 chelines de su nuevo dinero no comprarán más que lo que comprarían 19 antes".
Visto lo visto, la historia se repite. Los bancos centrales fijan tipos mínimos y devalúan las divisas de forma arbitraria reduciendo el poder adquisitivo de los ciudadanos. El mercantilismo monetario, que no el libre mercado como nos quieren hacer creer, sigue plenamente vigente en el siglo XXI. Greenspan, Bernanke o Trichet son los nuevos mercantilistas, pero... ¿dónde están los liberales?