Zapatero, capitán insensato, no sólo ha llevado a la nave del Estado (por acudir a la acreditada metáfora), sino al propio país, al naufragio. Dios sabrá si, tras tanta inepcia y cobardía, algún día podrá recuperarse España de tamaña catástrofe. Mientras tanto, el náufrago perenne chapotea agitadamente, a la búsqueda de cualquier salvavidas al que asirse. Vulnerando las normas tradicionales de la navegación, sálvese el capitán, aunque perezca el resto, infantes y mujeres incluidos. Destruido el sentido nacional, arruinado el respeto a la ciudadanía, quebrantados los principios, escarnecidas las leyes, siempre que hubo menester de salvavidas parlamentario ha encontrado alguna minoría dispuesta a venderle su apoyo (para obtener una imagen de la multitud de los venales basta analizar los resultados de las votaciones parlamentarias). Cuando precisó salvavidas judicial, la sumisión de la mayoría de los altos magistrados, por no hablar de los jueces constitucionales, que no son jueces en estricto sentido ni, a juzgar por sus hechos (véase el sangrante caso del nuevo Estatuto de Autonomía de Cataluña, eternizado en espera de su resolución), celosos guardianes de la Constitución.
Pero como consecuencia de tanto delito de lesa patria, el temporal arrecia y se acrecienta la angustia del náufrago. La clase política ha alcanzado niveles prácticamente insuperables de desprestigio. Al margen del fingimiento, casi nadie cree en el funcionamiento de las instituciones. Urge, pues, acudir a nuevos salvavidas. La memoria histórica puede venir en nuestra ayuda. No sólo en el sentido perverso que esta expresión ha adquirido como revancha contra el franquismo (revancha que se hizo esperar sólo siete décadas a la derrota del Frente Popular), sino en un sentido más objetivo. La valoración de las instituciones es un precipitado de experiencias de varias generaciones. Y, cualquiera que haya podido ser su efectivo papel en el pasado, la imagen de los sindicatos incorpora la significación de asociaciones de defensa de los trabajadores, sometidos a las duras condiciones laborales y a los menguados salarios del capitalismo del siglo XIX y (al menos en España) de las tres primeras décadas del XX.
Esta memoria impide que mucha gente vea que los sindicatos españoles actuales poco más que el nombre tienen en común con sus precedentes. Carecen prácticamente de afiliados salvo, si acaso, entre los trabajadores de la administración pública. Son aparatos burocráticos mantenidos por el Ejecutivo, y a su servicio (más, lógicamente, si está en manos del PSOE). Estos gigantescos ejércitos de "liberados" no defienden a los trabajadores, sino que los distraen de sus propios objetivos, y son una de las instancias más eficientes de la creación y permanencia de una "economía subsidiada". Zapatero les ha demandado auxilio más de una vez. Ahora ha dicho que quiere potenciar su papel en las instituciones. ¿Estará estudiando el corporativismo fascista? No, claro; sólo busca un nuevo salvavidas.