Este año, Zapatero ha decidido adelantar varias semanas la tradicional liturgia del mitin de Rodiezmo, ese trasunto posmoderno de aquellas gallardas acampadas falangistas a cuenta de la revolución pendiente. Ya saben, Rodiezmo, la gran performance estival del socialismo camp con sus descamisados de atrezo; su Alfonso Guerra disfrazado del Lerroux de los buenos tiempos, cuando don Alejandro aún ejercía de emperador del Paralelo; y su estética kitsch de bolcheviques de la Señorita Pepys: prietas las filas, banderas al viento, puños subvencionados en alto, la Internacional –versión Georgie Dann– y litronas de demagogia a granel.
Y es que al estadista le urgía revelar la nueva de que los empresarios son muy, muy malos, al punto de que Díaz Ferrán, su falso profeta, "quiere llevarnos a una España de muchos años atrás". Terrible amenaza que, dada la erudición enciclopédica del presidente, debe apelar al Fuero del Trabajo de 1938, aquella Ley Fundamental de la dictadura que hacía más sencillo entablar un affaire con Greta Garbo que despedir a un empleado. Un berrinche, el de Zapatero por la frustrada foto del diálogo dizque social, que, por lo demás, cuenta con público de sobras entre el paisanaje local.
Porque, tanto en la izquierda como en la derecha, aún perviven aquí muchos atavismos psicológicos de la España carpetovetónica que creía en las virtudes milagrosas de los apaños corporativos con la misma fe que en los poderes sanatorios del perro de San Roque. Superstición de la que igual participan quienes fantasean ahora con otro Pacto de la Moncloa, obviando que el Estado ya ha sido desposeído de la soberanía económica imprescindible con tal de amasar semejantes cambalaches transversales.
Igual que Zapatero, para quien lo prioritario es huir a toda prisa, salir corriendo a la espera de que otros resuelvan la papeleta. De ahí todas esas patadas retóricas en el culo de Díaz Ferrán, sonoras coartadas a fin de encubrir que la política económica es lo que su nombre indica, política, y que la responsabilidad exclusiva de su diseño no corresponde a nadie más que al Gobierno. En concreto, a su presidente, ese cirujano de barro empeñado en tratar un cáncer terminal a base de aspirinas y Agua del Carmen. El mismo que pretendía delegar en enfermeras, camilleros y celadores la exclusiva decisión de cuál haya de ser el régimen hospitalario del moribundo. Él, el Fugitivo.