En su último libro, el Premio Nobel de Economía Paul Krugman recuerda con sorna una noticia del periódico satírico estadounidense The Onion donde se puede leer: "Una nación asolada por la depresión busca una nueva burbuja en la que invertir". El titular estaba escrito en julio de 2008 pero bien podría haberse referido a cualquier período anterior. Por ejemplo, a la anterior burbuja de las puntocom, cuyo pinchazo se produjo a lo largo de 2001 y 2002.
En aquel entonces, sin embargo, no era una publicación satírica sino uno de los economistas más reputados del mundo, el propio Paul Krugman, quien abogaba por que la Reserva Federal bajara los tipos de interés para crear una nueva burbuja inmobiliaria: "Para combatir esta recesión, la Fed necesita contestar con mayor brusquedad; hace falta incrementar el gasto familiar para compensar la languideciente inversión empresarial. Y para hacerlo, Alan Greenspan tiene que crear una burbuja inmobiliaria para reemplazar la burbuja del Nasdaq". Lo han recordado varios bloggers liberales durante estos días.
Al afamado economista estadounidense parece que no le ha gustado que aireen sus trapos sucios y se ha quejado en su propia bitácora de que la derecha le culpa de todos los males habidos y por haber: desde matar a Manolete a haber causado la burbuja inmobiliaria.
El problema es que nadie acusa a Krugman de haber estado entre el comité de asesores de Greenspan, quien ya se bastó él solito para inflar el ladrillo. La crítica es otra y Krugman sólo de un modo bastante patético trata de esparcir basura por todas partes: Krugman integra ese clima intelectual perverso e ignorante que nos ha conducido a la crisis actual. El keynesianismo no es la solución a la crisis, sino su causa última.
Por simplificar la cuestión. Los keynesianos consideran que la economía es como una máquina que, si se detiene, hay que darle cuerda. Lo único importante es que la máquina no se pare y no cómo se la vuelva a poner en funcionamiento. En este caso, Krugman quería salir de la burbuja de las puntocom con la burbuja inmobiliaria y para ello abogó por una brutal expansión crediticia.
La Escuela Austriaca, por el contrario, siempre ha explicado que la economía no es una masa uniforme que se pueda manipular a placer. Los aparatos productivos tienen sus estructuras y cuando esas estructuras se deforman y se vuelven insostenibles hay que purgarlas: la crisis cumple precisamente con la finalidad de liquidar lo malo para enderezar el camino.
El Premio Nobel Krugman siempre ha despreciado las teorías austriacas por considerarlas moralistas. En su torcida interpretación de las mismas, lleva años repitiendo que los austriacos creen que las crisis son una especie de castigo divino (de sanción correctiva) por haber crecido demasiado en el período del boom económico. Las crisis, en su opinión, no son inevitables, sino que la labor del Estado –Gobierno y Banco Central– consiste precisamente en impedir por cualquier medio –gasto público o expansiones crediticias– que se produzcan los reajustes que necesita la economía. Tal y como explicaba en 2001: "Siempre he creído que el enfoque más correcto frente a las crisis es el de olvidar el pasado en lugar del crimen y castigo. Es decir, siempre he creído que una burbuja especulativa no tiene por qué conducirnos hacia una recesión siempre y cuando los tipos de interés se bajen lo suficientemente rápido como para estimular inversiones alternativas".
Tampoco podíamos esperar mucho más de una mente privilegiada que sostiene que toda la dinámica de los ciclos económicos –tema sobre el que los mejores economistas de la historia se han rebanado los sesos para escribir miles de páginas con una calidad y cantidad matices apabullantes– puede resumirse sin problemas en el modelo de una cooperativa de canguros. Una ridícula historieta que, según él mismo, "cambió su vida", con la que considera que "puede aprenderse más economía que con un año de editoriales del Wall Street Journal" y que incluso "si se lo tomara en serio podría salvar el mundo".
El problema no es que haya chiflados; el problema es que a los chiflados les den un Premio Nobel y luego se conviertan en gurús a los que leen y escuchan con admiración millones de ciudadanos, economistas y políticos. El problema no es que los medios presten su espacio a la propaganda inflacionista dirigida desde siempre a justificar el expolio del Estado a través de la moneda; el problema es que ese agitprop se haya convertido en dogma de fe al que rinden culto casi todas las universidades del planeta al camuflarse de keynesianismo. El problema no es que cada maestrillo tenga su librillo para salir de la crisis y que a muchos les agrade más la tertulia vespertina en el bar que el debate académico. El problema es que los mismos arrogantes ignorantes que nos metieron en el actual atolladero se postulan ahora como los salvadores que nos van a sacar de él exactamente del mismo modo en que nos forzaron a entrar.
Que alguien como Krugman haya logrado el máximo galardón al que puede aspirar un economista muestra los pies de barro del actual sistema financiero, no por casualidad inspirado en sus geniales ocurrencias y en las de sus colegas. La crisis no es sólo económica, sino también intelectual.