Desazón, rabia, desesperanza, vergüenza o indignación son tan sólo algunos de los sentimientos que genera en algunos el observar la deriva tercermundista que está adoptando la clase política española. Día sí y día también, asombra la ineptitud de nuestros gobernantes ante la crisis, sorprende la falta de ideas y la abundancia de complejos que reina en la oposición y escandaliza la corrupción generalizada que existe por doquier sin que ello provoque el más mínimo rubor entre esa casta parasitaria de privilegiados que se hacen llamar políticos.
Mientras la crisis empuja a millones de españoles hacia la marginación del paro y la impotencia de la miseria, el Gobierno central dilapida sin ton ni son la riqueza, ya no presente, sino futura de la ciudadanía a base de impuestos y una ingente deuda pública que será difícil de amortizar. Además, tanto Moncloa como los regímenes autonómicos que coexisten en España dictan a toda máquina nuevos decretos en los boletines oficiales para colocar a dedo a sus familiares, amigos y aliados en distintos cargos públicos. Los elegidos podrán así saborear los privilegios que ofrece el todopoderoso Leviatán, sin tan siquiera tener que esforzarse por aprobar una oposición.
El expolio sigue su curso: no ha hecho más que empezar. A la vista de tal despropósito y ante la dura tempestad de la crisis no es de extrañar que un número creciente de ciudadanos desee cruzar la frontera para cobijarse bajo Papá Estado. De hecho, en la actualidad, España cuenta casi con el mismo número de funcionarios que de emprendedores. Tonto el último es el lema que, a modo de epidemia mortal, se extiende por el país.
El nepotismo funcionarial y el favoritismo empresarial vía subvenciones, rescates y ayudas públicas de toda índole y condición campa a sus anchas y amenaza con convertir a este país en una sociedad parasitaria, en donde la casta de la función pública vive de explotar a un número de ciudadanos cada vez menor y menos libre.
Sufrimos una plaga propia del Tercer Mundo. España se latinoamericaniza a marchas forzadas. Al igual que aconteció en Argentina, Bolivia, Ecuador, Venezuela y tantas otras grandes dictaduras con forma de democracia al otro lado del charco, la sociedad española languidece y adopta una postura pusilánime e indiferente ante un robo institucional que, más que expolio, es ya tomadura de pelo.
¿Cómo es posible que la cúpula del PP siga ofreciendo todo su apoyo a su tesorero, encausado en una trama de corrupción que tiene visos de convertirse en un nuevo Filesa? ¿Y cómo se explica el silencio clamoroso de las bases del partido ante tal despropósito?
¿Cómo es posible que los andaluces no estén indignados con el descarado nepotismo de Chaves al frente de la Junta durante casi dos décadas? ¿Es que acaso no importa que dilapide el dinero de los contribuyentes y el futuro de la región a base de amiguismos y una política económica de teta pública?
¿Cómo es posible...? Y, sin embargo, lo es. Una prestigiosa asesora de empresarios latinoamericanos me comentaba recientemente que el pasotismo de la población ante los desmanes de la clase política es el principio del fin de la democracia y de la libertad del individuo. La democracia española es joven e inmadura a diferencia de la anglosajona, en donde un desliz sexual o un gasto no justificado por parte de un cargo público sitúa al borde del precipicio toda una carrera política e, incluso, cuestiona la legitimidad del sistema.
España afronta su mayor reto desde la Guerra Civil. Si la crisis bancaria se transforma en lo que temo y la recesión se materializa en depresión, todo dependerá de cómo reaccionen los españoles. Un fracaso en esta materia amenaza con convertir a España en el México o la Argentina del sur de Europa. De producirse, la culpa no será ya entonces de los políticos sino de nosotros mismos. Súbditos sumisos y obedientes que no hicieron nada para evitarlo. Tendremos, pues, lo que nos merecemos.