Timothy Geithner, secretario del Tesoro de Estados Unidos, y Lawrence Summers, director del Consejo Nacional de Economía, publican hoy en el Washington Post un artículo en el que esbozan su propuesta de reforma del sistema bancario nacional.
La columna es un perfecto ejemplo de cómo los erróneos diagnósticos sobre los orígenes de la crisis dan lugar a propuestas equivocadas acerca de cómo combatirlas y prevenirlas. De ahí que resulte tan importante identificar con corrección el problema para luego darle la adecuada respuesta.
Y es que Geithner y Summers adoptan desde el comienzo un falso punto de partida: la crisis se debió al exceso de ahorro asiático que fue canalizado a través de los nuevos instrumentos financieros y generó un exceso de expansión crediticia. En otras palabras, dado que chinos y japoneses fueron muy frugales y gracias a ello nos prestaron carretillas cargadas de dinero, la codicia cegó nuestros ojos y colapsó nuestras pobres mentes. No supimos qué hacer con tantos fondos y los colocamos en el primer sitio que se nos ocurrió: ora hipotecas subprime, ora financieras de automóviles, ora empresas aseguradoras.
La explicación es sencilla y parece verosímil pero se equivoca por enterno y contiene el germen de la destrucción de la economía. Caracteriza al ahorro como algo nocivo y peligroso y aboga por que las decisiones humanas sean controladas y reguladas. Pero no, el ahorro es la base del capitalismo (capitalismo proviene de capital y sólo acumulamos capital ahorrando), gracias al cual hemos podido expandir nuestro actual nivel por encima del de los antiguos faraones y monarcas absolutos.
Y por consiguiente tampoco: ni el ahorro asiático causó la crisis ni la desregulación per se estuvo en el origen de nuestros problemas. Lo primero, porque por cada dólar que los chinos ahorraban, emitían un renminbi que se gastaban (curiosa multiplicación de los panes y los peces); lo segundo, porque un modelo de banca privilegiada y servil a los intereses financieros del Estado en muy poco grado puede calificarse de desregulada.
Frente a estos serios problemas, la Administración Obama parece decidida a dotar de una mayor solidez a la banca pero a costa de estrechar aún más los ya de por sí directísimos lazos que existen entre políticos y banqueros. Así, propone incrementar sus ratios de liquidez y solvencia (lo que en efecto habría paliado buena parte de la crisis actual) pero sin atacar su problema de fondo (los privilegios financieros, concursales y políticos de la banca) para así dotarse de la competencia de controlar la actividad e incluso la dirección de un banco con problemas.
Dicho de otra manera, Obama no pretende cambiar el modo destructivo de hacer banca, sino racionalizar esa destrucción, incorporarla como un área más del Gobierno y externalizar sus costes al conjunto de la población. Seguirá habiendo ciclos económicos, sólo que el Estado meterá más la mano en ellos.
Es como si un ayuntamiento subvenciona las partidas del casino a sus vecinos y cuando se da cuenta de que sus ciudadanos son cada vez más pobres (y el casino más rico) no piensa en abolir la subvención, sino en obligarles a apostar un poco menos e incluso en que el alcalde se arrogue el derecho de apostar en su lugar cuando ya se encuentren al borde de la bancarrota.
Creo que todos coincidiremos que la solución a la ludopatía subvencionada no pasa por pretender darle sentido a lo que no lo tiene, sino en eliminar ese subsidio municipal al juego. Entonces, ¿por qué Obama no se decide a eliminar los privilegios de la banca? Es decir, ¿por qué no regresa al patrón oro, impide que la Reserva Federal descuente casi cualquier clase de activo, fuerza la liquidación de los bancos insolventes y, en última instancia, impide exagerados descalces de plazos? Por una razón muy sencilla, que sí supone la causa última de esta crisis pero que casualmente los políticos se niegan a admitir: el primer y mayor beneficiario de las expansiones crediticias artificiales que llevan a cabo los bancos privados, y que suponen el germen de crisis económicas como la actual, es el propio Estado.
Sin el presente régimen de dinero fiduciario que, en determinadas condiciones, permite expandir a placer el crédito, los gobiernos que quisieran colocar sus emisiones de deuda pública, tendrían que pagar elevadísimos tipos de interés. Así, casi todo el gasto público debería financiarse con impuestos y no difiriendo su pago a las futuras generaciones. ¿Se imaginan que los políticos intentaran acometer hoy las brutales subidas fiscales necesarias para financiar sus desbocados presupuestos? No podrían porque simplemente la población se sublevaría. Por eso siguen tirando de los bancos y de la inflación y por eso no quieren cambiar el sistema financiero sino seguir arrimando el ascua a su sardina.