El sector energético en España afronta, desde hace ya demasiado tiempo, tres problemas que parecen no querer encontrar solución en la política del Gobierno. El primero se refiere a la alta dependencia que tenemos del exterior para el suministro de energía primaria, con la consiguiente vulnerabilidad a la que está sometida, por ello, nuestra economía. El lector se hará fácilmente una idea de esto si tiene en cuenta que el 80 por 100 de nuestro suministro energético proviene de otros países –cuando en el promedio europeo esa ratio es de sólo el 50 por 100– y que esos países son, en su mayor parte, políticamente inestables.
El segundo problema es el del alto coste al que se produce la energía eléctrica, con la inevitable consecuencia de unas tarifas demasiado elevadas que repercuten negativamente sobre las empresas al incrementar sus costes de producción de bienes y servicios. Así, en uso doméstico los precios más frecuentes son en España alrededor de un 25 por 100 superiores al promedio de los veintisiete países de la Unión Europea; y en uso industrial superan ese promedio en aproximadamente el siete por ciento. Naturalmente, este problema se gesta en una estructura de la producción en la que las centrales de menores costes –las nucleares y las de ciclo combinado– apenas suman el 30 por 100 de la potencia instalada, y las de mayores costes –basadas en energías renovables–, cuya cuota de mercado va en aumento, superan la cuarta parte del total. El resto se lo reparten las térmicas de carbón o de fuel y algunas otras instalaciones de coste intermedio –que, sin embargo, producen la energía un 70 por 100 más cara que las primeras.
Y el tercero alude a la cuestión de las emisiones de CO2 a la atmósfera. El compromiso de España con respecto al Protocolo de Kyoto fue que, en 2010, esas emisiones no serían superiores al 15 por 100 de las contabilizadas en 1990. Sin embargo, a finales del año pasado el incumplimiento de ese compromiso era manifiesto, pues los gases arrojados a la atmósfera superaban en más de un 50 por 100 los del año tomado como base para el cálculo. Y el principal sector responsable de tal situación era el energético.
Pues bien, estos tres problemas encuentran una parte de su solución en la producción de energía eléctrica a partir de la fisión nuclear. Aunque ésta requiere el suministro exterior de uranio enriquecido, el valor de las importaciones, de unos 300 millones de euros al año, sólo supone la centésima parte del correspondiente a las de petróleo. Por ello, su capacidad potencial de contribuir a la reducción de la dependencia energética es muy elevada. Además, en lo referente a los costes, se puede señalar que éstos son los más reducidos de entre todas las tecnologías de producción de electricidad: 36 euros por megavatio-hora frente a los 45 de las centrales hidráulicas, los 52 de las térmicas de carbón, los 60 de las que queman gas, los 84 de las eólicas o los 430 de las fotovoltaicas. A lo que se añade un funcionamiento superior a las 8.000 horas al año, nivel no superado por ninguna otra de las alternativas posibles, lo que hace que el suministro sea no sólo barato sino además continuado a lo largo del tiempo. Y, por último, no hay en esta forma de energía emisiones de gases de efecto invernadero, lo que, por cierto, también ocurre en el caso de las renovables.
Si la energía nuclear es una alternativa razonable para afrontar los problemas de este sector en España, no se entiende el empeño del presidente del Gobierno en cerrar Garoña, sobre todo una vez que el Consejo de Seguridad Nuclear ha certificado la viabilidad técnica de su continuidad. Su argumento de que se trata de una central pequeña es literalmente ridículo, pues por el mismo motivo habría que cerrar numerosas instalaciones eólicas o hidráulicas. Su otro argumento, referente al programa electoral del PSOE, implica hacer de éste una especie de contrato con los electores. Pero si tal interpretación prevaleciera, ¿no habría que exigirle coherencia con las restantes partes de ese programa? Por ello, más bien creo que Zapatero ha encontrado un tema con el que deslizarse por la senda demagógica que le es tan grata y que, en otras ocasiones, le ha dado réditos. Pero no olvidemos que lo que ahora, con el caso de Garoña, se juega no es el rendimiento electoral de un Gobierno que va a la deriva, sino más bien la capacidad que, en lo inmediato y en el futuro, pueda tener el país para enderezar sus problemas energéticos y, con ello, contribuir a reforzar su economía y su capacidad para salir de la crisis con los menores estragos posibles.