España parece condenada a la mediocridad, a una niponización de la economía que dada la calidad de nuestra clase política será más bien una trágica argentinización. Las propuestas del PSOE no pueden ir más desencaminadas: si hiciéramos una lista de cosas que deben hacerse, los socialistas las habrían despreciado todas en algún momento; si, en cambio, redactáramos un listado de políticas a evitar, el Gobierno las habría seguido casi todas de manera entusiasta.
En medio de una crisis económica en la que el aparato productivo debe restructurarse tan rápido como sea posible, resulta absurdo –y suicida– que el Estado comience a intervenir masivamente en el mercado. Hay empresas que necesitan quebrar; otras que tienen que crearse y unas más que han de aguantar el tipo: por tanto, quemar grasa (malas inversiones) y fortalecer músculo (buenas inversiones).
¿Cuál es la manera más rápida para todo esto? Básicamente una crisis en forma de V, esto es, una caída de la actividad muy veloz donde se liquide todo lo que deba liquidarse –sin ir más allá– y luego recuperación igualmente acelerada. Las malas inversiones no proporcionan nada a la economía, sólo la ralentizan y la consumen; cuanto antes desaparezcan, mejor.
Por supuesto, la línea entre las malas y las buenas inversiones resulta en ocasiones extraordinariamente delgada. Si el Gobierno, por ejemplo, sube los impuestos en 20 puntos, muchas compañías que eran rentables dejarán de serlo. Pero lo contrario también es cierto: si los impuestos caen 20 puntos, muchas inversiones que no eran rentables pasarán a serlo.
Conclusión: necesitamos flexibilidad en los mercados para liquidar lo antes posible las malas inversiones, pero también un adelgazamiento del Estado que oxigene la economía y prevenga quiebras innecesarias. El PSOE, cómo no, ha seguido la senda contraria: conservar la rigidez del mercado laboral, incrementar el gasto público, subir los impuestos a las empresas rentables y rescatar a las que están en proceso de descomposición. La receta adecuada para el desastre –como el que ya padecemos– que, sin embargo, no parece que vaya a aplacar el radicalismo despilfarrador de Zapatero: cuanto peor, mejor. Cuanto mayor sea la crisis, más empecinamiento intervencionista. Así nos va.
Ahora bien, ¿cuál es la alternativa frente a la política económica del Gobierno? Solchaga solía repetir algo que era tan falso ayer como hoy: "No existe otra política económica posible". Siendo incierto, no obstante, parece que Rajoy la está haciendo verdadera. El PP no propone adelgazar el Estado, sino contener su ritmo de engorde. No pretende ponernos en forma, sino prolongar la agonía y probablemente evitar una súbita dolencia cardiovascular. Eso es todo.
Si Zapatero insistirá durante el Debate del Estado de la Nación en la necesidad de incrementar el intervencionismo estatal y de evitar la reestructuración económica, Rajoy hablará de apagar las luces para disimular los destrozos. Dará unos pocos pasitos en la buena dirección, pero sin hacer demasiado ruido, no sea que los sindicatos se enfaden y apedreen el Parlamento. El centrismo político también termina llegando a la economía y una vez ahí nos carga la factura de la incompetencia a todos.
Frente a la obcecación de unos y la indecisión de otros, conviene reiterar la única receta que de verdad puede contribuir a salir de la crisis y que ningún partido político se atreve a seguir: reducir impuestos y gasto público y liberalizar los mercados clave de la economía (laboral, energético, minorista y de transportes). A Zapatero le produce urticaria ideológica y a Rajoy un vértigo de antipatía liberal. ¿Y a los sufridos votantes y contribuyentes?