Hace muy poco tiempo la desidia, falta de sentido de Estado e incapacidad del Gobierno, escondía una brillante estadística de la que no cesaban de vanagloriarse los socialistas: las cuentas públicas. En 2007 el superávit alcanzó el 2,3% y la deuda pública se redujo al 36,2% del PIB. No está nada mal para quien criticó a Aznar por no gastar el superávit generado.
La situación es hoy muy distinta pues, en tan sólo dos años, se ha dilapidado toda esa despensa. Para 2009, las últimas previsiones anuncian un déficit del 6,2% y una deuda pública que rozará o superará el 50% y, si se incluyeran los nuevos sistemas de financiación, aún sin concretar totalmente, el déficit superaría el 7,2 % del PIB.
Solbes, que tanto defendió la ortodoxia fiscal desde Bruselas y que firmó los presupuestos más deficitarios de la historia reciente, por fin se ha marchado entre el aburrimiento, la modorra y el tancredismo económico. Salgado, su sucesora, va a tener en esta cuestión un reto de primer orden y será la prueba del algodón de su capacidad como gestora y política. No lo va a tener fácil pues, con todo lo anterior y las numerosas hipotecas de Zapatero como esas transferencias a las corporaciones locales, el déficit real de nuestro país sería del 8,5%. Casi el triple de lo que en su día Solbes se ocupaba de vigilar.
En tiempos de crisis hay que hacer justamente lo contrario de lo que se está haciendo, que es gastar. No hay diferencia aquí con lo doméstico. Igual que una familia, una empresa o un ciudadano responsable –que no pueden disponer de aquello que no tienen–, un Gobierno debería administrar cuidadosamente los recursos que sus contribuyentes le han proporcionado a partir de su trabajo y su sacrificio. No es de recibo que exista una casta instalada en los diferentes estratos de la política que se permita despilfarrar y derrochar nuestro dinero en un absoluto desprecio a esa clase media que les sostiene y les vota.
Existe no obstante una creencia por la que muchos socialistas –de todos los partidos– consideran que el gasto público es la mejor alternativa para al crisis. Es falso. Si el gasto público genera empleo, ¿cuánto empleo destruyen los recursos recaudados a aquellos que mejor lo hacen? La excusa de que se actúa sin saber muy bien a dónde vamos no vale: la experiencia de Japón –con repetidos presupuestos sumidos en un déficit extraordinario– muestra que no sólo no ayuda a salir de la recesión, sino que deja un país endeudado para muchos años. Y es lógico: en una recesión, lo que se ha de restablecer no es ni más ni menos que la confianza, ya que sin ella los recursos nunca se invierten sino que se reservan. Los efectos del déficit son perversos: enormes cargas financieras adicionales, traslado de las responsabilidades a las generaciones futuras y una desconfianza respecto al sistema financiero que perjudica a la inversión y retrasa una eventual recuperación. Se asegura a corto plazo un bienestar efímero de los votantes actuales, que hundirá con impuestos a las generaciones futuras.
Ver como Zapatero se vanagloria de los planes de estímulo –es decir, del gasto extraordinario–, produce enorme preocupación. Justo ahora que la economía necesita un superávit que permita reducir las cargas fiscales e incrementar la renta disponible de hogares y empresas, se plantea aumentar la enorme hipoteca fiscal. Pese a lo que la izquierda repite –y la derecha consiente–, la crisis se ha producido –entre otras muchas razones–, por una capacidad de endeudamiento y gasto que se situaba por encima de las posibilidades reales. Para salir de esta crisis de forma saludable se necesita reactivar la inversión privada que es la que genera empleo. Y para ello se hace necesaria una mayor capacidad de ahorro.
Sería un error mayúsculo que Salgado insistiera en ese camino, el del endeudamiento, que sólo tiene un final, el que nos ha mostrado Irlanda esta semana: la subida de impuestos y el desempleo. De nuevo la experiencia histórica es tozuda. Ojalá que al frente de ese Ministerio se situara alguien que pudiera decirle a Zapatero lo que Juan de Mariana escribía a Felipe III: "Debe procurar el príncipe eliminar gastos superfluos y moderar los tributos. Para conservar su hacienda debe hacer que los gastos sean menores que las rentas para no hacer empréstitos que crecen de día en día". O también, "Debe esforzarse el príncipe para que, si no pueden ser menores los gastos públicos, no sean mayores que las rentas reales, a fin de no verse obligado a hacer empréstitos que crecen de día en día".