Alguna vez le he leído a Manuel Conthe que el mejor tratado para comprender la política contemporánea, sobre todo la española, es un pequeño –y delicioso– librito de Julio Caro Baroja, Las brujas y su mundo, muy erudita crónica histórica de las sufridas nigromantes celtíberas y sus no menos sufridos perseguidores domésticos. Ahí, y a propósito de los muchos paralelismos que acercan el oficio de tribuno de la plebe al de aquellas viejas y entrañables arpías, infería don Julio:
"Se pueden encontrar grandes semejanzas entre la bruja antigua y el político moderno, sea la que sea su filiación y el origen de su poder. Al uno como a la otra se le atribuyen facultades muy superiores a las que en realidad tienen, son igualmente buscados en un momento de ilusión, defraudan de modo paralelo y en última instancia los males de la sociedad se les atribuyen en bloque...".
Por eso, cuando yacen derrotados, ambos se ven sometidos a inmisericordes procesos sumarísimos, en los que fieros fiscales e infinitos testigos de cargo airean todas sus satánicas culpas. "Si ahora aún existiera la pena de la hoguera, los políticos serían los más sujetos a ella", concluía, quizá con secreta nostalgia, el sobrino de su tío. Así Pedro Solbes, cabría apostillar hoy. Y es que el finado Solbes ha sido la última víctima de una superstición tan irracional y ciega como extendida por estos parajes: ésa que asigna al Estado la potestad mágica de extinguir a voluntad los ciclones financieros del capitalismo posnacional con sólo echar mano del BOE.
De ahí que la demagogia generosamente sazonada con sal gorda, preciada mercancía local que en España siempre resulta género abundante, bien surtido y barato, haya convertido a Solbes en la bruja pirula, el hombre del saco, el coco y el chivo expiatorio de un carajal sistémico que, en el fondo, nadie acierta a comprender. Y sin embargo, ha sido un buen ministro de Economía, no por el mérito objetivo de lo hecho sino por las muchas, muchísimas, infinitas necedades populistas que, prudente, se abstuvo de cometer. Eso procede reconocérselo, ahora, cuando todavía no está claro si su verdadero sucesor en el cargo va a ser Elena Salgado o el célebre profesor Franz de Copenhague, el de los inventos del TBO. Lo echaremos de menos. Y si no, al tiempo.