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Manuel Llamas

USSRA

Como bien indica el exitoso inversor Jim Rogers, si el Gobierno insiste en rescatar empresas insolventes es posible que sea el propio país el que, finalmente, se vea abocado a la bancarrota.

Los Estados Unidos (USA, en inglés) caminan por la senda del socialismo de corte keynesiano más retrógrado y obsoleto en décadas, bajo la batuta de Obama, Geithner y Bernanke. La tierra de las libertades y el respeto a la propiedad privada corre el riesgo de ser rebautizada bajo las siglas de USSRA (United Socialist State Republic of America), término acuñado por el famoso analista Nouriel Roubini el pasado septiembre tras la nacionalización de los gigantes hipotecarios Fannie Mae y Freddie Mac. Por desgracia, el diagnóstico se está haciendo realidad.

El pueblo de Estados Unidos asiste a la mayor intervención pública de toda su historia en materia económica. No obstante, el volumen de gasto gubernamental que se maneja en la actualidad supera, incluso, al New Deal de Roosevelt, aprobado con el ilusorio fin de paliar los efectos de la Gran Depresión en los años 30. Obama, de marcado perfil izquierdista, ha iniciado su mandato al frente de la Casa Blanca con el firme propósito de evitar a toda costa una nueva quiebra de relieve, ya sea empresarial o bancaria.

Para ello, no duda en tirar de la limitada chequera de los contribuyentes para sufragar programas de estímulo e inmensos rescates financieros cuyo coste, tarde o temprano, se traducirá en un sustancial aumento de impuestos. En las últimas semanas, el Gobierno de USSRA ha puesto en marcha programas de gasto y financiación pública que carecen de precedentes en la historia del país.

De momento, la Administración pretende gastar cerca de 800.000 millones de dólares para construir fastuosas infraestructuras e impulsar el sector de las energías renovables, con el objetivo de crear tres millones de puestos de trabajo irreales. Obama no cumplirá su compromiso. Además, el citado plan ya se ha traducido en un sustancial incremento de la presión fiscal para las grandes empresas y las rentas medias y altas.

A su vez, la Reserva Federal (Fed) que preside Ben Bernanke ha decidido optar por la vía más rápida y sencilla, al tiempo que arriesgada. La Fed imprime billetes para adquirir deuda pública y corporativa, y extiende su aval a todo tipo de créditos hipotecarios y de consumo de dudoso cobro para tratar de reactivar un mercado crediticio que continúa y continuará congelado. Y ello, aún a riesgo de que la propia Fed caiga en una situación de insolvencia como la que padecen los grandes bancos del país.

No contentos con ello, el Tesoro de Estados Unidos, dirigido por Timothy Geithner, acaba de aprobar un segundo Plan Paulson, dotado de hasta 1 billón de dólares para adquirir los activos tóxicos que acumulan las entidades financieras. Una operación que, pese a escudarse en la participación de los inversores privados, sitúa todo el riesgo sobre los hombros de los contribuyentes en caso de que la adquisición de los citados activos produzca pérdidas. Algo que, por desgracia, también es muy probable que suceda.

De hecho, el mandatario Geithner se atreve ahora a solicitar poderes extraordinarios para intervenir cualquier entidad no bancaria o empresa privada cuya quiebra pueda suponer un impacto sustancial a la economía. Por supuesto, sin la necesidad de contar con la debida autorización parlamentaria. Y esto, tan sólo en lo que se refiere a gasto público puro y duro ya que, por otro lado, el quipo de Obama apuesta firmemente por endurecer aún más la regulación y la supervisión de todo el sistema financiero estadounidense, así como limitar por ley los sueldos de los directivos.

Sin embargo, en todo este debate falta lo sustancial, lo realmente relevante y significativo para poder entender cómo hemos llegado hasta aquí. ¿Quiénes son los culpables? Los tienen ustedes delante, día sí y día también. Los supervisores, los reguladores públicos y el brazo financiero del Gobierno (banca central). En definitiva, el poder político. Esa clase social privilegiada que, independientemente del país en el que gobierne, culpa de todos los males actuales a un mercado que, curiosamente, no opera en el ámbito financiero desde hace décadas.

La banca es, en realidad, un oligopolio, regulado estrictamente por el Gobierno, ya que impone todas y cada una de las condiciones con las que debe operar. El sector bancario comercia (compra y vende) con dinero, pero su precio (tipo de interés) lo determina otro organismo central de planificación socialista que se hace llamar banca central. Los niveles de capital y apalancamiento con el que operan tales entidades financieras también los determina la ley (véanse las normas de Basilea I y II). De hecho, hasta la forma de contabilizar sus balances ha sido dictada por los políticos. Son las denominadas normas internacionales de contabilidad, que establecen el polémico criterio mark to market y cuyo funcionamiento ha colapsado.

Además, el sistema de reserva fraccionaria –mediante el que la banca puede extender el crédito hasta 10 y 20 veces por encima de los depósitos captados– y el papel moneda (dinero fiat) derivan, igualmente, de una decisión política. ¿Y las tan denostadas agencias de rating? Pues sí, el monopolio de estas compañías a la hora de evaluar productos y deuda crediticia también es un monstruo creado por el Gobierno, a golpe de decreto. ¿Y las subprime? Tampoco se salvan. Las leyes que obligaban a conceder créditos a gente insolvente no es una ocurrencia de los empresarios, sino de los políticos.

Y visto lo visto. ¿Dónde está el endiablado mercado? Pese a las evidencias, la falacia dictada por el Estado cala y la Administración actúa en consecuencia, restando poder de decisión a sus ciudadanos. Las recetas mágicas de Obama contra la crisis tan sólo agravarán los problemas, a no ser que las sólidas fuerzas del libre mercado que aún operan en Estados Unidos lo remedien antes de que el descontrol del gasto público comience a mostrar sus terribles efectos sobre la primera potencia mundial.

Mientras tanto, la sombra del socialismo avanza sobre la cuna de la libertad. Y es que, como bien indica el exitoso inversor Jim Rogers, si el Gobierno insiste en rescatar empresas insolventes es posible que sea el propio país el que, finalmente, se vea abocado a la bancarrota.

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