Existe una fórmula infalible para adivinar si un político no tiene ni la más remota idea de cómo resolver algún problema. Y es que siempre se referirá al asunto en cuestión asegurando que procede emprender cuanto antes "reformas estructurales". Ese latiguillo, el de las reformas estructurales, viene a ser la versión posmoderna del aserto de Napoleón que aconsejaba crear una comisión si lo que se pretendía era que algo no se arreglase jamás.
A los de las reformas estructurales les pasa como a aquellos progres de antes de que perdiéramos la Guerra Fría, los que te generaban "dinámicas" cada dos frases. En el tiempo que iba de desayunar leyendo El País al almuerzo de trabajo memorizando El Viejo Topo, a veces, ya se habían generado hasta cuatro o cinco dinámicas nuevas; todas, además, con sus propias "contradicciones internas". Y aún hay quien se extraña de que hayamos acabado así de mal. Ahora, a Dios gracias, no se generan dinámicas por ninguna parte; pero, a cambio, se impone la urgencia ubicua e inaplazable de afrontar apremiantes reformas estructurales. Se ve que cada época se las arregla para proveerse de su propio arsenal de charlatanería grandilocuente con tal de no decir nada.
Estos días, tras hacerse públicas las cifras del paro, ha vuelto a escenificarse la liturgia canónica a propósito del asunto. De inmediato, los voceras del Partido Socialista abogaron por inminentes reformas estructurales que se fijen como objetivo el mantenimiento de los puestos de trabajo. Al tiempo, sus airados iguales de la derecha reclamaron la perentoria flexibilización de la economía por medio de reformas estructurales en el mercado de trabajo. Traducido al castellano: "A los del Gobierno sigue sin ocurrírsenos absolutamente nada para combatir el desempleo y a los de la Oposición, muchísimo menos todavía".
Por lo demás, y mientras aquí seguimos entretenidos con las amenas historietas de Garzón, la Fiscalía, Bermejo yEl Bigotes, el mundo, ajeno a nuestras cuitas, continúa implementando la única y genuina reforma estructural de los últimos cien años. Así, la globalización y la apertura de China al capitalismo han incorporado, de golpe y sin previo aviso, a 2.400 millones de trabajadores al mercado único mundial. Considere el lector que entre Estados Unidos, Japón y la Unión Europea no llegábamos a 1.000 millones de almas reguladas, sindicadas, intervenidas y subvencionadas, y se podrá formar una idea aproximada de lo que se nos viene encima.