Un año después de la desgracia del Huracán Katrina los más diversos movimientos anticapitalistas siguen tratando de torcer los hechos para sacar partido de la desgracia. El movimiento ecologista radical sigue empeñado en relacionar la catástrofe con el omnipresente calentamiento global. Da igual que no se haya establecido ninguna correlación entre emisiones de CO2 y las épocas de mayor intensidad en la actividad de los huracanes. Y tampoco parece importarles que el factor causal en su teoría, el calentamiento de las aguas en las que se generan los huracanes, no quiera hacer acto de presencia en el Caribe. Por otro lado, el variopinto movimiento contrario a la iniciativa privada continúa mareándonos con su mantra: fue la falta de Estado. Qué más da que el Estado fuese el propietario de los maltrechos diques que se resquebrajaron y de las bombas que dejaron de funcionar. Tampoco les importa un comino que el monopolio del sistema de protección de la ciudad fuese el cuerpo de ingenieros del ejército estadounidense ni que la desastrosa gestión de la ayuda estuviese a cargo de la nada privada Agencia Federal para la Gestión de Emergencias.
Sin embargo, un año después podemos confirmar que la verdad se encuentra en las antípodas de estos posicionamientos. No sólo no es cierta la relación que los ecologistas tratan de establecer entre calentamiento global y frecuencia e intensidad de los huracanes, sino que los propios ecologistas han jugado un papel importante en la ocurrencia de la catástrofe. En los años setenta, el movimiento ecologista radical logró paralizar las obras del plan que pretendía blindar la ciudad contra huracanes de categoría 4 y 5 siguiendo el ejemplo holandés. Su argumento consistía en que el estudio de impacto ambiental no era suficientemente detallado. De nuevo, a finales de los noventa, cuando el cuerpo de ingenieros del ejército decidió proyectar unas obras para la elevación de los diques de Nueva Orleáns, varios grupos ecologistas se opusieron con desgraciado éxito.
Por otro lado, el omnipresente Estado no sólo gestionó de forma catastrófica la ayuda, secuestró a miles de habitantes y logró, como suele ser habitual en estas grandes organizaciones estatales, que la malversación de fondos obtuviera mayores titulares que las tareas de ayuda y reconstrucción. Además, se olvidan de que el Estado ayudó de manera decisiva a la catástrofe con su continuado intervencionismo en materia de seguros. Durante décadas, los esfuerzos de las aseguradoras privadas por exigir niveles de protección más elevados a los clientes que vivían en áreas con alto riesgo de huracanes chocaron frontalmente con los políticos de alta sensibilidad social. Los precios de las aseguradoras fueron regulados al tiempo que el estado concedía en cada nuevo huracán fondos públicos para las familias afectadas, reduciendo así el incentivo de los potenciales clientes para asegurarse frente al próximo huracán. Estas regulaciones fueron expulsando a las aseguradoras privadas, hecho que usó el Estado federal para crear seguros públicos como el Seguro Nacional contra las Inundaciones. Estos inventos propios de Estados del Malestar hicieron que los principios políticos sustituyeran a los actuariales extinguiéndose la relación contractual que ha probado ser la forma de prevención más eficaz contra los efectos en el ser humano de las catástrofes naturales y la manera más efectiva de restituir a los damnificados así como de restaurar las ciudades y su actividad.
Quienes vociferaban que el problema del desastre consistía en el reducido tamaño del aparato estatal norteamericano encontraron en medio del lodo que dejó el Katrina un gran altavoz personificado en el ministro Alonso. En efecto, apenas unos meses antes de que una pasajera tormenta tropical causara un prolongado caos en Canarias, Alonso nos obsequió con aquella afirmación antológica según la cual “España está mejor preparada que EE.UU. para hacer frente a una catástrofe como la del Katrina” porque tiene un poder público más desarrollado. Sin embargo, los datos no mienten. EEUU tenía presupuestada una cantidad per cápita 46 veces superior a la española para afrontar este tipo de desastres y contaba con muchas más instituciones públicas dedicadas a esta labor. El gran desarrollo del estado norteamericano ha sido el problema y no la solución.
Un año después de que el ser humano convirtiera el paso de un huracán en una de las mayores catástrofes sufridas por el país más rico del mundo, la lección está escrita en letras mayúsculas: por un lado tenemos que permitir el desarrollo de la libre empresa en el sector de la prevención, ayuda, reconstrucción y seguros contra todo tipo de desastres, y por el otro debemos apartarnos del radicalismo ecologista y proteger el medio ambiente a través de los inmejorables incentivos que ofrece el respeto por la propiedad privada. Si no estamos dispuestos a aprender de los errores que se cometieron en Luisiana estaremos contribuyendo a la ocurrencia de futuras calamidades.