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José García Domínguez

"La OPA soy yo"

Son negocios que se mueven menos que los cimientos de la prisión de Spandau; esa que aún mantiene disponible la celda de Rudof Hess para cuando Montilla se deje caer por Berlín a trincarles otros mil kilos a los de E.On.

El único gran avance espiritual del siglo XIX lo provocó Flaubert al descubrir la dimensión metafísica de la necedad. Claro que ya otros habían reparado antes en la pandemia de necios que asola este planeta desde el origen de los tiempos; pero sólo él supo identificar la naturaleza transhistórica del fenómeno. Pues los antiguos erraron fatalmente al tratar de establecer la etiología de la enfermedad: creían que ese cáncer se larva en la ignorancia y que cabría curarlo con la extensión de la educación y la cultura. Hasta que el de Ruán estableció la triste verdad: la sociedad y la tontería progresan a ritmos sincronizados, y cuanto más avanza la una, más se extiende la otra. Ahí está, para demostrarlo, su inmortal Diccionario de lugares comunes, ese catálogo de prejuicios idiotas que resiste como si nada a la prueba del algodón del paso de los años.

Como es sabido, esa norma canónica prescribe que para ser considerado un hombre de mundo, hay que pontificar que en los "pisitos" de soltero siempre reina el más absoluto desorden. Que el dinero encierra la causa de todos los males. Que los macarrones deberían comerse con los dedos cuando se preparan al modo italiano. Que el suicidio constituye una prueba de cobardía. Que la práctica es superior a la teoría. Y que sería un drama terrible que los sectores estratégicos de la economía cayesen bajo control extranjero.

De nada servirá, pues, que las obras completas de Peter Drucker ya se promocionen de saldo en el Caprabo, ni que Tom Peters te llene más polideportivos municipales que David Bisbal. Porque, al final, en materia de teoría económica, aquí se acabará imponiendo siempre la doctrina de la Pachamama de Evo Morales. Y es que no quieren enterarse de que eso del capitalismo se acabó con las teles en blanco y negro. Por aquel entonces, mientras Sartre y los niños de la Sorbona hacían el ganso en el Barrio Latino, ocurrió la Revolución, la de verdad: las grandes compañías privadas se convirtieron en públicas, y las públicas en privadas. Así, Endesa y E.On devinieron en la única y genuina Internacional Socialista (accedieron a su propiedad los proletarios del mundo unidos... en gestoras de fondos de pensiones). Mientras que la verdadera especulación privada, ya sólo al alcance de los políticos profesionales, hubo de refugiarse en las corporaciones públicas como La Caixa.

A la vez, todos los sectores de la economía se convirtieron de golpe en estratégicos, salvo uno: el del gas y la electricidad. ¿La causa? Ni los tubos subterráneos que transportan fluidos, ni los saltos de agua de las centrales eléctricas pueden deslocalizarse, por lo que permanecen blindados y al margen de la ruleta caprichosa de la globalización. Son negocios que se mueven menos que los cimientos de la prisión de Spandau; esa que aún mantiene disponible la celda de Rudof Hess para cuando Montilla se deje caer por Berlín a trincarles otros mil kilos a los de E.On. De hecho, hay quien jura que ya lo han visto por allí, disfrazado de Flaubert y gritando: "La OPA soy yo".

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