Se trata de un techo sin garantías de cumplimiento. Si la misión de un techo es que la morada o el recinto que cubre estén asegurados, impermeabilizados, éste, me estoy refiriendo al techo de gasto público, no solo no protege de la lluvia o de los temporales, sino que nada añade en una situación de intemperie.
También lo podríamos ver desde otro ángulo, circunscribiéndolo al precio que en el mercado de los votos se otorga al rigor, a la seriedad, a la fiabilidad política o a la credibilidad de los seres humanos.
Fijar el límite –techo– de gasto público para un año económico no es una cuestión baladí, ni que requiera una aproximación que pueda variar al albur de los intereses más o menos confesables de los protagonistas públicos. En la fijación del límite de gasto se está decidiendo sobre el esfuerzo fiscal, sobre el sacrificio tributario, y ello a cambio de la esperanza de unas utilidades que se derivarán a los ciudadanos sacrificados por sus tributos como resultado del gasto público en bienes y servicios para la sociedad.
Estamos, pues, ante los dos filos de una espada: por una parte, cualquier tributo, no importa del género que sea, supone un sacrificio del contribuyente, que viene expresado por la reducción del consumo de bienes privados, de los que habría obtenido una satisfacción, si no hubiera tenido que satisfacer los impuestos para mantener la cuantía del techo de gasto. Por otro lado, en el otro filo, encontramos los supuestos beneficios que los ciudadanos obtendrán del consumo de bienes públicos, que han sido asignados – no necesariamente producidos, como piensan algunos– por el sector público, gracias a los recursos que los particulares han transferido a manos de éste, para cumplir sus funciones sociales.
Por ello, cuando hablamos de techo o de límite de gasto público –también gasto presupuestario– tenemos que preguntarnos hasta qué punto ese nuevo techo de gasto acarrea un sacrificio mayor que el beneficio que podremos obtener de los bienes públicos que nos lleguen, resultado de la actividad pública.
Decidido el gasto óptimo, presentado incluso con pública solemnidad, me resulta incomprensible que el coste de su aceptación por el órgano legislativo sea su alteración –que siempre será pasar a subóptimos, si inicialmente era el óptimo–, lo cual supone aceptar, a sabiendas, una situación peor de la que se había anunciado. ¿Puede esto hacerse alegremente?
Mayor dificultad entraña aceptar con convicción la desigual distribución, ausente de criterios confesables, cuando bajamos en agregación, como ocurre con la asignación de techo y de cuantía de déficit aceptable entre comunidades autónomas. ¿Puede justificarse la magnanimidad y la tolerancia a las exigencias de la buena administración de los recursos públicos porque se requiera uno o un puñado de votos?
Me rebela esta política sin criterios o con criterios tan dúctiles que semejan inexistentes.