En España los servicios públicos cuentan con muy buena prensa, con un respaldo unánime en todos los ámbitos y partidos políticos. Son, según muchos, la gran conquista de nuestro Estado del Bienestar, una de las vacas sagradas de la corrección política. Es difícil hacerles tan siquiera una crítica velada, hasta el punto de que las peticiones de bajadas de impuestos o la actual revuelta fiscal contra el Impuesto sobre Sucesiones son vistas como una amenaza a los servicios públicos: ¿cómo pagaremos entonces la educación, la sanidad y las carreteras?, suelen argumentar. Cuestionar las bondades de la educación o de la sanidad pública es un acto que hoy en España puede granjear enemistades y hasta insultos.
Esta defensa acrítica de los servicios gubernamentales en el ámbito de la opinión pública convive, sin embargo, con un reconocimiento de las carencias del sistema que vienen a poner de manifiesto los informes PISA respecto de la educación y las encuestas respecto de la sanidad, como sucede en el último barómetro del CIS, de abril pasado, en el que los encuestados afirmaron que la sanidad es uno de los mayores problemas, sólo por detrás del paro, los problemas económicos y la corrupción. Parece ser, entonces, que esa buena valoración de los servicios públicos que nos quieren vender en realidad no lo es tanto. Tan es así que cuando se deja a la gente elegir, se producen unos hechos sorprendentes que contravienen el mantra sobre la buena aceptación que tienen los servicios públicos en la sociedad. Así, por ejemplo, el 80% de los funcionarios del Estado eligen Muface en vez de la sanidad pública y las familias eligen colegios concertados en vez de colegios gubernamentales. Parece que los servicios públicos están muy bien, pero cuando le dejan elegir, la gente prefiere los servicios privados.
El principal argumento de los defensores de los servicios públicos, cuando se les presentan estos argumentos, suele orientarse en el sentido de que la crítica a los servicios públicos no debería enfocarse en su naturaleza, sino en su escasa dotación presupuestaria. Según ellos, si los servicios públicos son malos no es por su naturaleza pública, sino porque necesitan más dinero. Y ello a pesar de que la educación concertada –la preferida por las familias– cuesta la mitad que la gubernamental y de que la sanidad privada también es sensiblemente más barata que la pública.
Pero la prueba del algodón de los servicios públicos es esta: si son tan buenos, ¿por qué son obligatorios? Si realmente fueran tan buenos como nos quieren hacer ver, no haría falta que fueran obligatorios, ¿no? Y sin embargo los servicios públicos consiguen sus clientes a la fuerza, no tienen que competir para conseguirlos, ya que cuentan con una clientela cautiva, secuestrada. Todos nosotros somos clientes forzosos –nos guste o no- de los servicios gubernamentales. La única manera de saber si realmente los servicios públicos son buenos es permitir que la gente pueda elegir, reconociéndoles su derecho a decidir sobre su educación, su sanidad y sus pensiones. Ya no harían falta encuestas de satisfacción, ni absolutamente nada, el flujo de consumidores en una u otra dirección nos daría la respuesta.
Es por ello prioritario que avancemos hacia mecanismos de descuelgue que permitan a los ciudadanos poder elegir en cuestiones fundamentales de su vida. ¿Por qué hemos de pagar por unos servicios que no queremos o de los que no hacemos uso? Ello no significa ser insolidario, ni que las personas que se descuelguen no contribuyan al sostenimiento de los servicios básicos para quienes carecen de recursos, pues para eso pagamos impuestos, simplemente se trata de permitir que uno pueda dejar de pagar por los servicios individualizables que renuncia a disfrutar. No parece tan complicado, simplemente se trata de dar una oportunidad a la libertad. No teman los gestores de los servicios públicos: si tan buenos son, no tendrán nada que temer.