560 euros al mes, libres de impuestos y sin condiciones, durante dos años, a un grupo de 2.000 desempleados de entre 25 y 58 años, que ya recibían un subsidio con anterioridad y que han sido escogidos al azar.
Este experimento de la Seguridad Social finlandesa ha generado mucho ruido. Y lo que le queda por delante. Porque apenas lleva seis meses y ya se multiplican las noticias sobre su desarrollo, los análisis sobre las consecuencias y los reportajes sobre sus beneficiarios. Defensores y detractores coinciden en que es el ensayo sobre la renta básica más ambicioso, conocido y publicitado que se haya hecho en un país occidental hasta el momento.
Lo anunció el pasado año el Gobierno finlandés de centro-derecha y hace ya seis meses que se puso en marcha. En las últimas semanas ha vuelto a la primera página de la actualidad a a raíz de una serie de noticias que aseguraban que los participantes informaban de una sustancial rebaja en sus niveles de estrés desde el inicio del programa. Incluso, había quien decía que ahora estaban más animados a buscar un empleo.
Lo primero que hay que decir es que todavía no hay ningún resultado que merezca la pena denominar como tal. Las autoridades finlandesas no han publicado una lista de beneficiarios y no han hecho ningún informe parcial sobre cómo va el experimento. De hecho, han dejado claro que hasta que no se cumpla el plazo no analizarán sus consecuencias en todos los aspectos relevantes: sociales, sobre la salud de los participantes, su implicación con el mercado laboral… Vamos que lo del estrés viene de algunos periodistas ingleses y americanos que han entrevistado a varios receptores de la renta, no de un estudio concienzudo sobre el tema, con datos y cifras reales.
Pero incluso así, hay mucho margen para el debate. El primero es si tiene algún sentido este experimento. Y el segundo, si se puede extrapolar a la discusión sobre la renta básica. Sobre lo primero, no hay muchas dudas: si se analizan bien los resultados, pueden ofrecer claves interesantes para el diseño de ayudas y políticas públicas. Lo segundo genera mucha más incertidumbre. Digan lo que digan los finlandeses, para el debate sobre la renta básica, este ensayo no debería ser demasiado útil (ni para lo bueno ni para lo malo).
El experimento
Aunque se ha vendido como una "renta básica", lo que se está haciendo en Finlandia tiene numerosas restricciones que lo alejan de esta figura:
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560 euros al mes: muy al límite para cubrir los gastos mensuales de una persona (no digamos si tiene cargas familiares)
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Todos los participantes son desempleados que ya antes estaban cobrando algún tipo de subsidio del Estado, ni mucho menos puede decirse que sean una muestra representativa de la sociedad finlandesa
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Se les garantiza la renta durante un par de años como mucho
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Y el presupuesto es limitado, como el alcance de la medida: esto le costará unos 20 millones de euros al erario finlandés
Podrá decirse que siempre que se hace un experimento las condiciones no pueden ser las mismas que las que tendría si se aplicase de forma universal. Por eso es un experimento. Y es cierto. Pero en este caso las diferencias son demasiado importantes y echan por tierra cualquier teoría que quiera sacarse sobre la renta básica.
Para empezar, por los 560 euros. La idea de la renta básica es garantizar los medios para alcanzar una existencia digna. Los defensores dicen que tener la subsistencia garantizada hará que nos concentremos en las actividades para las que somos más productivos y que nos gustan más. Los detractores aseguran que desincentivará el empleo. Se ponga uno en un bando u otro, parece claro que esa cifra no es suficiente. Por lo que las decisiones que tomen los que la reciban no son concluyentes (si estamos pensando en una renta básica de verdad).
Pero el monto de la ayuda no es lo más importante. Lo que realmente hace nulo el experimento finlandés (o las conclusiones que del mismo puedan sacarse sobre la renta básica) es su alcance limitado en el tiempo. Porque son sólo dos años y sólo a personas que ya cobrasen una renta del Estado, a la que el nuevo subsidio sustituye. Con esas condiciones, poco puede saberse de cómo actuaríamos en una situación real.
Porque la renta básica es, por definición, una ayuda incondicional (se mantiene el subsidio sea cual sea tu nivel de ingresos) y que se entrega a todo ciudadano durante el resto de su vida. Lo que define la medida es que te garantiza la subsistencia hagas lo que hagas. Y la pregunta clave es: ¿Cómo nos comportaríamos en ese caso?
- ¿Habría gente que dejaría de trabajar por completo?
- ¿O por el contrario trabajaríamos más porque escogeríamos mejor nuestra carrera laboral, sin la presión de aceptar el primer puesto que nos ofrecieran?
- ¿Ciertas ocupaciones muy penosas desaparecerían?
- ¿Quizás las familias se dividirían entre un trabajador que buscase un sueldo elevado y un cónyuge que se conformaría con la renta básica para pasar más tiempo en casa?
- ¿Los estudiantes alargarían su etapa formativa sabiendo que tienen el colchón de la renta básica? ¿Esta mejor formación generaría trabajadores más productivos a largo plazo? ¿O habría muchos jóvenes que estudiarían carreras sin utilidad pero más vocacionales?
- ¿Cómo afectará a largo plazo a los que dejen de trabajar: serán más felices o se aburrirán sin un proyecto vital que les empuje en el día a día?
- ¿Tendrá efectos positivos para los niños si aumenta el número de padres que se queda en casa en sus primeros años de vida?
Ninguna de estas preguntas puede responderse con un programa en el que sabes que a los dos años te van a quitar la paga. No es que no vaya a cambiar la conducta de los beneficiarios. Lo hará, seguro. Esas noticias que dicen que los finlandeses que reciben la ayuda se toman con más calma la búsqueda de empleo y que son más selectivos con sus planes laborales tienen todo el sentido del mundo. Pero cuidado, ni mucho menos implican que si la renta se ampliase su actitud fuera a ser la misma. Porque una renta de dos años puede ser un incentivo para buscar con más calma y una indefinida puede serlo para no entrar al mercado. O al revés. No se sabe. Lo que está claro es que no es lo mismo.
El principal argumento de los defensores de la RB es que nos ayudaría a tomar mejores decisiones. Vamos, que no cogeríamos el primer trabajo a mano ni elegiríamos la carrera en función de sus perspectivas laborales, sino que tiraríamos más por la vocación, lo que en el largo plazo nos haría más felices y productivos. Es imposible saber de aquí a 2019 si esto es cierto o la renta básica acaba generando un puñado de trabajadores frustrados que escogen ocupaciones atractivas a primera vista pero para las que no están capacitados.
Y esto, ¿quién lo paga?
Junto a todos estos problemas de diseño, hay un aspecto fundamental que se ignora por completo. No hablamos de un tema menor. De hecho, es lo más importante de la ecuación. Porque a la hora de analizar las consecuencias de una renta básica todo el mundo mira a los que cobran... pero la clave la tienen los que la pagan. Los más escépticos respecto a la efectividad de la medida recuerdan que es una propuesta muy cara y que, además, puede tener efectos desincentivadores.
No sólo eso, estamos ante una pescadilla que se muerde la cola: supongamos que con una tasa de empleo como la actual es necesario un IRPF plano del 45% para financiar la renta básica; pero si un 5% de los actuales ocupados deja su empleo porque piensa que le merece la pena cobrar la renta básica y no trabajar, cae la recaudación y hay que subir el impuesto al 55%; lo que provoca que otros empiecen a pensar que para que el Estado se lo lleva casi todo, pues que también van a vivir sólo de la renta básica. Y así hasta el infinito. Pero nada de esto puede saberse con una prueba como la finlandesa. Por ejemplo, un 70% de los finlandeses dice estar a favor de la renta básica pero ese porcentaje cae al 35% cuando les dicen que incluiría una subida de impuestos para financiarla. El experimento cuesta 20 millones de euros: así es imposible averiguar cómo cambiarían los incentivos de los contribuyentes si el modelo se generalizase.
Lo que sí se puede saber
Dicho esto, el experimento finlandés sí puede ser interesante en otros aspectos. Por ejemplo, para comparar este tipo de ayudas incondicionales respecto a los actuales subsidios, que suelen estar restringidos a las personas que cumplan múltiples requisitos burocráticos.
Ahora mismo, las ayudas públicas tienen dos problemas fundamentales. El primero es la que tiene que ver con los requisitos de renta. Para algunos beneficiarios, la perspectiva de perder la prestación pública si encuentra un trabajo hace que sea más rentable renunciar al mismo: en Finlandia se dieron cuenta de que para determinados niveles de renta (los más bajos del mercado laboral) el tipo impositivo marginal de aceptar un empleo (que implica perder la ayuda pública) puede ser superior al 80%. En este artículo, por ejemplo, una beneficiaria de la actual ayuda cuenta cómo antes temía que los servicios sociales le ofrecieran un empleo, porque tendría que aceptarlo y, con los gastos asociados al trabajo (transporte, comida, contratar servicios domésticos...) perdería dinero respecto a su situación anterior de desempleada.
El segundo problema está relacionado con la burocracia. En España, muchas ayudas públicas acaban en manos de las clases medias antes que en los hogares con menos recursos. Y en buena parte es porque son precisamente estas familias las que más dificultades tienen para cumplir con todos los requisitos que exige el Estado para acceder a las mismas.
Enfrente, una renta que no desaparezca cuando crecen los ingresos (o que lo haga de forma muy progresiva) y que tenga requisitos muy fáciles de cumplir (por ejemplo, se puede demostrar con la declaración de la renta) sería más barata de implementar, más justa y podría sustituir a las miles de subvenciones finalistas que ahora se conceden, muchas veces sin un análisis de su oportunidad o eficacia.
A partir de aquí, la pregunta sería si la renta básica tiene alguna opción en un futuro cercano. Por una parte, es una alternativa que puede gustar a buena parte de la izquierda por sus efectos redistributivos. Pero también tiene aspectos interesantes para determinados sectores del liberalismo, porque podría reducir la intromisión del Estado en las vidas de receptores y pagadores. Y es que desde este punto de vista liberal, en ocasiones lo peor no es tanto el coste de las ayudas como ese paternalismo político que las acompaña, junto a un diseño farragoso, equívoco y arrogante, que pretende saber no sólo quién merece esas ayudas sino lo que necesitan (a veces con un punto de condescendencia hacia el pobre).
En contra tiene el problema de que es una propuesta muy cara. Por mucho que sus partidarios se hagan trampas al solitario con las cifras, parece complicado que ningún país occidental pueda pagarla en estos momentos (salvo que cierre todos los demás programas del Estado excepto justicia, seguridad y defensa, algo a lo que tampoco están dispuestos sus partidarios). Además, encontrará muchas resistencias en buena parte del actual establishment político-mediático, los que viven de organizar esas ayudas públicas. En Finlandia, por ejemplo, son los sindicatos los que con más fiereza se han opuesto a una medida que les sustrae el monopolio en la gestión de las ayudas a los desempleados. Y todo ello por no hablar de su mayor peligro: la creación de una división social entre ocupados (pagadores) y beneficiarios (receptores de la renta) que destruya las bases de la convivencia y sea insostenible fiscalmente según los que abonan la factura vayan cansándose de que se les quede cara de tontos. En cualquier caso, puede haber buenas razones para ponerse a uno u otro lado, pero con el experimento finlandés no habrá demasiados nuevos y buenos argumentos a los que agarrarse.