El establishment europeo, otra vez, vuelve a contener la respiración por lo que pudiese acontecer el próximo domingo en la República de Francia, una de las naciones más ricas, cultas y desarrolladas del mundo. Pues corren serio riesgo de ser literalmente barridas del mapa electoral las dos corrientes principales, socialistas y gaullistas, que dieron forma al orden institucional del país tras la Segunda Guerra Mundial. También allí. En Francia, como en España, como en Italia, como en Grecia, como en Estados Unidos, como en el Reino Unido, como en casi todos los rincones de Occidente, el orden político tradicional se desmorona sobre sus cimientos sin que se acabe de descifrar la razón última de ese cataclismo ubicuo. Un movimiento de placas tectónicas, el mismo que dentro de apenas horas sería susceptible de proyectar a dos marginales convictos y confesos, Le Pen y Mélenchon, a la antesala misma del Elíseo, cuyo genuino epicentro se encuentra a muchos miles de kilómetros de París, en esa hiperpoblada región del globo que algunos economistas han dado en llamar Chindia, un acrónimo de China e India.
Lo que de un tiempo a esta parte viene ocurriendo en las cabinas de votación de Europa y Estados Unidos no se comprende sin reparar en la masiva irrupción del precariado, el novísimo grupo sociológico integrado por las personas que nunca saben de qué vivirán dentro de seis meses, en la escena política. Y, a su vez, esa perturbadora novedad que está alterando a pasos acelerados la estructura de las clases en los países centrales tampoco se entiende sin reparar en cómo la entrada en escena de Chindia en la economía global ha destruido las bases del viejo contrato social sobre el que se asentaba nuestro orden político. Le Pen, Mélenchon, Trump, Pablo Iglesias, Grillo, Orbán, las herejías populistas, igual las de derecha que las de de izquierda, que ahora mismo están poniendo en cuestión el llamado Consenso de Washington en todas partes, responden en última instancia al cambio de las reglas del juego que ha provocado la presencia de Chindia en el tablero.
Repárese en un simple dato numérico. Antes de dar inicio la segunda gran ola globalizadora del capitalismo hacia principios de los años ochenta, los mercados laborales de las economías abiertas agrupaban en total a unos mil millones de trabajadores. Tres décadas después, tras la disolución del bloque soviético y la apertura de China e India a los mercados transnacionales, esa cifra se había multiplicado por tres, hasta alcanzar una oferta de mano de obra que ronda los tres mil millones de personas. Así las cosas, un político europeo de derechas o de izquierdas que ansíe mantener una mínima honestidad intelectual está obligado a explicar cómo piensa crear puestos de trabajo en París, en Roma o en Vallecas si solo en Vietnam ya hay 86 millones de candidatos a cubrirlos cobrando una décima parte del salario fijado en Occidente. O menos. Y desde la honestidad intelectual solo se puede decir que esos puestos de trabajo no se van a crear nunca. De ahí la eclosión del precariado en Europa y Norteamérica. En la Francia que votará el domingo, el precariado representa casi la mitad de la población activa del país. Y el suyo será, nadie lo dude, el voto de la frustración y de la ira. También Francia puede caer.