John Chisholm atesora más de treinta años de experiencia como empresario e inversor en el ámbito de la tecnología y la innovación. Pionero en el campo del marketing online, ha fundado empresas y start ups de gran éxito, hasta el punto de que una de ellas terminó siendo comprada por Google. Libre Mercado ha entrevistado a Chisholm con motivo de su participación en el Free Market Road Show, un congreso de ideas liberales organizado por el Austrian Economics Center que, un año más, ha hecho parada en Madrid de la mano del Instituto Juan de Mariana.
-¿El proteccionismo ayuda a desarrollar empresas o sostiene industrias ineficientes?
Pensemos en un automóvil, un ordenador o un televisor de 1980. ¿Cómo podrían competir esos productos con los automóviles, los ordenadores o los televisores de 2017? No tendrían nada que hacer. Algo parecido ocurre con las industrias en las que se frena la competencia, vía regulación o proteccionismo. Poco a poco se enfría la innovación, hasta el punto de congelar el avance de los procesos productivos.
En Estados Unidos, tenemos ejemplos de industrias deliciosamente arcaicas, como el servicio postal público. Acudir a la compañía estatal es como volver al pasado. No tiene nada que ver con el e-mail, la telefonía móvil o los propios mecanismos de servicio postal que han surgido en el ámbito privado, caso de empresas como FedEx o UBS.
-Pero su discurso optimista sobre esta cuestión choca frontalmente contra los mensajes que envían muchos de nuestros líderes políticos.
Esas posiciones son ahora más vulnerables que nunca. El proteccionismo tiene ahora un impacto más notable que nunca antes, porque quizá podemos ‘congelar’ la innovación en nuestro país, pero eso no significa que en otros lugares vaya a detenerse el progreso. De manera que nuestra ventaja relativa se irá resintiendo poco a poco, conforme otros países mantengan el pulso competitivo y nosotros nos quedemos al margen.
No necesitamos producirlo todo, hay grandes ventajas en el comercio global. Me estoy acordando de un episodio de la serie "Dead wrong" en el que Johan Norberg explica que producir manzanas en Reino Unido implica un esfuerzo energético tan elevado que las emisiones de CO2 que generan las granjas británicas son más altas que las derivadas de producir esas manzanas en Nueva Zelanda y llevarlas en barco hasta el Reino Unido.
-Usted ha vivido en primera persona la burbuja y el crash de las puntocoms.
Empecé mi propia empresa en 1992, antes de la burbuja de las puntocoms. La vendí antes del pinchazo, de manera que ahí salí bien parado. Luego lancé otra empresa, CustomerSAT, que sobrevivió aquella crisis y que terminé vendiendo en 2008, justo antes de la Gran Recesión. Y, mirando atrás, cuando pienso en el golpe que supuso la crisis de las punto com, creo que nunca he aprendido tanto como entonces.
Recuerdo noches enteras en las que no podía dormir, me despertaba en mitad de la noche sudando, incapaz de descansar. La financiación se secó y tuvimos que enfrentar la cruda realidad. Nos bajamos los sueldos un 50 por ciento. Tuvimos que reducir el 40 por ciento de la plantilla. Me vine abajo cuando me reuní con el resto de trabajadores, llorando de la impotencia. Y poco después sufrimos los atentados del 11-S. Todo fue muy duro.
-Pero la historia sí tuvo un final feliz.
Estoy contento porque le dimos la vuelta. No pudimos crear un solo empleo en dieciocho meses. Nos costaba encontrar financiación, logramos cerca de tres millones de dólares, una cifra demasiado pequeña. Nos centramos en hacerlo lo mejor que podíamos, en cultivar el talento de nuestro equipo y sobre todo en insistir, en no rendirnos tan fácilmente. Y ahí me di cuenta de la importancia de la pasión, que es la actitud clave, y la perseverancia, que es un comportamiento fundamental.
A veces se habla de la pasión como catalizador del emprendimiento. Otras veces se habla de la importancia de la perseverancia para lanzar un proyecto. Pero lo que hay que entender es que la clave está en combinar pasión con perseverancia, de insistir en ese círculo virtuoso y de encontrar aquellos ámbitos en los que nos sentimos cómodos, porque tenemos una pasión por esos temas pero también porque nos vemos con capacidad de perseverar en su desarrollo.
-Todos los países quieren crear su propio ‘Silicon Valley’. ¿Qué le diría a los políticos que apuntan en esa dirección?
Ante todo, hay que entender que Silicon Valley es el resultado de un crecimiento orgánico que acumula más de ochenta años de trayectoria. No es un éxito planificado ni dirigido. Es el resultado del mercado y, por definición, como no se puede anticipar hacia dónde va la tecnología, no tiene sentido concebir la innovación de arriba abajo sino al revés, de abajo arriba.
En su libro ‘Unleash your inner company’ afirma que "la cultura de aceptación del fracaso es esencial, porque lo importante no es que un proyecto falle, sino que seamos capaces de entender por qué no ha funcionado".
Un aspecto que tenemos que tener claro es que la gran mayoría de empresas creadas en Silicon Valley acaban cerrando. Conocemos los casos de éxito, pero la historia la marca una pequeña minoría de proyectos que sí logra salir adelante y consigue crecer. Por tanto, el ecosistema en el que se mueven los emprendedores de Silicon Valley es un sistema en el que la destrucción creadora actúa de manera intensa, ya que no hay trabas para empezar una empresa y eso permite que el mercado determine con cierta rapidez qué proyectos van por el buen camino y cuáles no.
-¿Debe intervenir el Estado en los procesos de innovación?
El Estado no debe entrar a decidir qué innovación procede y qué innovación sobra. En Estados Unidos tenemos el caso de Solyndra, una empresa en la que el gobierno federal y la administración estatal enterraron 500 millones de dólares. Por el contrario, mientras las autoridades hablaban del fin del petróleo, los empresarios más innovadores desarrollaban el fracking. La lección que debemos sacar es la de un entorno poco regulado, en el que el emprendimiento debe colgar de las fuerzas de mercado y no de lo que digan los políticos.
Es un error pensar que el gobierno deba aportar medidas de apoyo al emprendimiento. No hay que hacer concursos de emprendimiento, aprobar programas de apoyo a los emprendedores… Es un teatro. Lo que hay que hacer es dejar que quienes pretendan emprender puedan hacerlo. Y, cuando eso sucede, se abre la puerta al crecimiento y al desarrollo de los procesos de innovación.
-Entonces, ¿qué pueden hacer los políticos para facilitar la innovación y el emprendimiento?
Importa el clima de inversión, que sea favorable pero, sobre todo, que se perciba que va a ser estable en el largo plazo. Silicon Valley se beneficia de ocho décadas consecutivas en las que los incentivos que brindan los políticos a los emprendedores han sido atractivos y estables. Ahora vemos que Estonia se empeña en ofrecer algo similar. Para España, la clave está en adoptar sistemas fiscales más atractivos y también en mantener un paradigma regulatorio más sencillo.
-Una de las cosas que Vd. destaca de Silicon Valley es la profundidad del mercado. ¿A qué se refiere?
La cara de Silicon Valley son sus empresas más grandes, las más populares, las que conocemos todos. Pero la salsa del mercado tecnológico en Estados Unidos está en un sinfín de operaciones de tamaño medio o incluso pequeño. Una empresa compra a otra, dos start ups se fusionan… De esos procesos surgen realidades más atractivas. Y todo eso genera profundidad de mercado, lo que conduce a más sofisticación.