Malos presagios. La burbuja de las cotizaciones bursátiles en las principales bolsas de valores del mundo, con Wall Street a la cabeza, ya flota a niveles que recuerdan demasiado aquellas vísperas del Viernes Negro de 1929. Como entonces, exactamente igual, las valoraciones de las principales empresas cotizadas en el Dow Jones ya nada tienen que ver con los fundamentales, o lo que viene a ser lo mismo, con la realidad. Y siempre que ocurre eso es que anda a punto de producirse un cataclismo. Robert Shiller, el mismo que se ganó un Nobel por sus investigaciones sobre los mercados financieros, acaba de declarar alarmado que, según sus propios cálculos, la sobrevaloración de las acciones cotizadas en la Bolsa de Nueva York se sitúa en un nivel próximo al 86%. Otro castillo de naipes que puede desmoronarse en cualquier momento. Y es que, desde que el mercado alcanzó su nivel mínimo, en 2009, tras el derrumbe general a lo largo del año anterior, la capitalización conjunta de las principales bolsas ha aumentado nada menos que un 160%. Algo que, a primera vista, parece chocar contra todos los principios de la lógica económica. ¿Cómo entender que en medio de una crisis de dimensiones sistémicas los grandes operadores institucionales no hayan cesado de verter toneladas de dinero y más dinero en los distintos parquets de Estados Unidos, Europa y Asia?
¿Cómo explicar que su reacción corporativa frente al inicial derrumbe de la economía real y su posterior estancamiento fuese comenzar a inflar el globo de las cotizaciones, hasta llevarlo al punto crítico tras el que solo puede ocurrir la explosión? Lo que de un tiempo a esta parte viene ocurriendo en las principales bolsas, ese peligrosísimo juego de comprar y vender humo, solo se explica por constituir una consecuencia imprevista de la estrategia de la Reserva Federal para hacer frente a la crisis. Suprema paradoja, la terapia aplicada para tratar de curar al enfermo en primera instancia, esa novedosa medicina llamada flexibilización cuantitativa, pudiera acabar siendo la responsable de que entre en coma por un infarto en 2017. Ocurre que la famosa flexibilización cuantitativa no se había aplicado nunca en el mundo real. De ahí que cuando se puso en marcha estuviésemos empezando a navegar en aguas desconocidas. Como no existían precedentes de algo parecido, no se podía prever cuáles pudieran ser sus efectos secundarios. Pero haberlos, haylos. El problema de los bancos centrales en medio de una crisis es que, mientras exista todavía el dinero en forma de billetes, no pueden bajar los tipos de interés más allá del 0%. Si lo hicieran, la gente huiría con él para guardarlo dentro de los colchones de sus casas. Y de ahí, por cierto, que exista tanta prisa ahora mismo para suprimir el dinero físico.
Así las cosas, una vez los intereses a nivel del suelo, la única vía de actuación que le restaba a la política monetaria era esa, la llamada flexibilización cuantitativa, fabricar dinero de la nada y comprar con él toda la basura tóxica que yacía fermentada en el vientre de los bancos. La idea era simple: una vez libres de toda aquella porquería que obstruía sus intestinos, los bancos podrían volver a cumplir la función para la que fueron creados: prestar dinero a empresas y consumidores. Pero como la FED sabía de sobra que preferirían colocar ese dinero caído del cielo en bonos del Tesoro, un negocio redondo y sin ningún riesgo, también creó de la nada otro buen montón de dinero para adquirir ella misma deuda pública. ¿Con qué propósito? Pues para conseguir que la rentabilidad de los bonos estatales bajase tanto por su culpa que los banqueros perdieran cualquier incentivo para comprarlos. Y, desde 2008, ¿cuánto dinero creó la FED de la nada a fin de llevar a cabo ese par de nobles propósitos? Pues, céntimo arriba, céntimo abajo, unos 4,5 billones de dólares. Y cuando decimos billones estamos hablando de billones europeos. En concreto, destinaron casi dos billones de dólares concebidos ex novo a comprar títulos respaldados por hipotecas basura, y otros dos billones y medio a adquirir bonos del Tesoro. En total, el equivalente a cuatro veces el PIB de España. Pero una buena pregunta sería la de saber dónde ha acabado todo ese inmenso océano de dinero. Y sepa el lector que anda en lo cierto si ya estaba sospechando que acabó animando las cotizaciones de Wall Street. No todo él, es cierto, pero sí el suficiente, unos 800.000 millones de dólares, para que la fiesta de las acciones comenzara a animarse sin parar hasta hoy. Estamos sentados encima de una bomba de relojería. Y puede explotar en cualquier momento. Otra vez, sí.