El secreto de los populistas a ambos lados del Atlántico, la clave de su crecimiento imparable en todos los rincones de Occidente, se llama globalización. No hay otro. Y es que ese súbito cambio de piel del capitalismo que comenzó a producirse a principios de la década de los ochenta de la centuria pasada ha dejado a su paso un número de ganadores muy superior al de los perdedores. Lejos de constituir un juego de suma cero, la globalización ha beneficiado a muchas más personas en el mundo de las que haya podido perjudicar. El problema es que los ganadores de ese juego viven a miles y miles de quilómetros de distancia. Y por el contrario, la mayoría de los perjudicados están aquí mismo, a la vuelta de la esquina. Branco Milanovíc, acaso el mayor experto mundial en desigualdad, ha estimado que nueve de cada diez beneficiarios de la globalización resultan ser habitantes de Asia. Son esos ciento cincuenta millones de chinos de las zonas rurales que durante los últimos treinta años han más que doblado sus ingresos reales.
Pero también hay unos cuarenta millones de indonesios que igualmente han logrado doblar su renta en el mismo tiempo. A su vez, treinta y cinco millones de indios han consumado aumentos de nivel de vida superiores al 50%. Y otro tanto de lo mismo se constata entre las emergentes capas medias de Vietnam, Filipinas y Tailandia. Sin embargo, la clase media occidental no ha conocido ninguna mejora significativa en sus condiciones de existencia desde que se inició el proceso de la mundialización de los mercados. Hoy, los ingresos reales medios de un obrero manual norteamericano que trabaje a tiempo completo son inferiores a los de hace más de cuarenta años. Eso explica Trump. Pero es que en la mítica Alemania las cosas no resultan ser muy distintas. De hecho, en las últimas tres décadas la renta del estrato más modesto de la población solo ha crecido un escaso 4%. Pero es que en Japón el crecimiento ha sido negativo: un japonés pobre vive peor hoy que hace cuarenta años. La globalización, sin duda, ha tenido un éxito notable a la hora de crear riqueza, pero la ha creado demasiado lejos.
En Europa, y sin duda por simple inercia, la derecha y la izquierda tradicionales siguen leyendo la realidad en términos de lucha de clases. Los unos, señalando a los sindicatos como principal enemigo a batir; los otros, identificando al capital como origen último de todos los males. Sin embargo, a estas alturas del colapso de la segunda globalización, los términos de la genuina confrontación son muy otros. Hoy, aquí y ahora, la verdadera disputa es la que enfrenta en el tablero mundial a dos clases medias con intereses objetivos antagónicos. Por un lado, las viejas clases medias europeas y norteamericanas, cada día que pasa más estancadas y precarizadas. Por el otro, las emergentes de Asia que han visto en la liberalización de los movimientos de capitales, mercancías y personas la gran palanca para dejar atrás la miseria. Esa lección, tan simple por lo demás, es la que han aprendido los populistas de todo pelaje (salvo Podemos, un grupo de izquierda solo emparentado con los genuinos populistas por recurrir a muy similares técnicas de agitación mediática). La globalización tiene los días contados.