El tercer rescate de Grecia, al igual que sucedió con el primero y el segundo, ha vuelto a fracasar. Y por mucho que ahora no interese hacer demasiado ruido con ese asunto (hay elecciones a la vista en Francia y Alemania), lo evidente para cualquiera es que la deuda griega, simplemente, resulta impagable. Desde que Syriza se rindió de modo incondicional ante la troika en julio de 2015, la situación del país no ha hecho otra cosa que degradarse todavía más. De nada le ha servido a Tsipras obedecer sin rechistar a cuanto se le ha ido ordenando desde Berlín y Bruselas. En apenas un año, el Gobierno de Syriza, esa izquierda que aún se dice radical en sus siglas, ha subido el IVA al 24%; ha reducido las pensiones públicas en nada menos que un 40%; ha aumentado todos los impuestos ya existentes; ha creado otros tributos nuevos que gravan, entre otros, la tenencia de los automóviles, los televisores, la gasolina, el tabaco, el café y hasta las latas de cerveza; y acaba de anunciar otra disminución, la enésima, de 5.600 millones de euros, en la nómina de los funcionarios estatales.
Todo un sacrificio draconiano con el propósito único de alcanzar el superávit primario (el saldo positivo de las cuentas del Estado antes de pagar el principal y los intereses de la deuda) que exige Bruselas. Superávit del 1,5% del PIB que, por cierto, han logrado conseguir. No obstante, la posición oficial de los acreedores es que, a partir de 2018, Grecia deberá multiplicar ese esfuerzo para elevar al 3,5% el superávit primario durante, agárrense a la silla, veinte años seguidos. Una quimera que nadie, empezando por el propio FMI, se toma en serio. Un FMI, por cierto, que ha publicado sus propios cálculos sobre el nivel que habrá alcanzado la deuda griega en 2060: el 260% del PIB. Dicho de otro modo, la posición oficial del mismísimo Fondo es que la deuda de Grecia no se va a pagar nunca por la palmaria razón de que es imposible que se pague. Mientras tanto, ya ha saltado del 120%, que ese era su nivel en 2010, hasta el 180% de hoy mismo.
En los últimos siete años, el PIB se ha contraído en un 33%. El desempleo afecta al 25% de la población. Desde 2012, una de cada tres empresas se ha declarado en bancarrota. No hay ni trenes ni autobuses en muchas regiones del país. Más de 25.000 médicos han sido despedidos. El nivel de vida del 15% de la población ha caído a niveles de pobreza extrema… ¿Qué se puede hacer con Grecia? Schäuble, el ministro alemán de Finanzas, era un decidido partidario ya en 2015 de sacar al país del euro, siquiera de modo temporal. Hace un año y pico, su postura, que coincidía con la de la patronal alemana, salió derrotada. Pero ahora hay muchas más voces en la élite de la Unión que se están sumando a la suya. En el fondo, todo el mundo sabe que Grecia no puede permanecer en el euro. Pero nadie está dispuesto, de momento, a asumir en primera persona la responsabilidad histórica de reconocer que la moneda común no era ni irreversible ni eterna. Lástima que la verdad no vaya a dejar de ser la verdad por mucho que los europeos nos empecinemos en no querer admitirla. Trump, al que, igual que sucediera en su día con Reagan, se intenta presentar como si fuese un palurdo ignorante, sabe muy bien lo que dice cuando augura el colapso próximo de la actual Unión Europea. Pero que muy bien.