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José García Domínguez

Exportar no nos salvará

No, no hay ningún motivo solvente para la euforia. Ninguno.

El pequeño incremento de apenas un 1,7% en el volumen de las exportaciones de mercancías durante 2016 está siendo festejado con un entusiasmo próximo a la euforia por gran parte de los creadores de la opinión económica del país. En el fondo, lo que late tras todo ese fervor ecuménico es la fantasía de que los países endeudados del sur de la Eurozona, España incluida, deberían emular a Alemania y su estrategia de crecimiento fundamentada en las ventas al extranjero. Pero pensar, como le ocurre a nuestra elite, que el modelo es Alemania implica caer de bruces en algo tan pedestre como una falacia de composición. Y es que no todos los países europeos podemos ser como Alemania, por la misma razón que no todos los clubes de la Liga pueden ocupar el mismo lugar en la clasificación que el Real Madrid. Para que el Madrid pueda ir primero, necesariamente tiene que haber muchos otros equipos instalados en las posiciones subalternas, que terminan en el farolillo rojo. De modo análogo, para que Alemania asiente su crecimiento en las exportaciones al resto de sus socios dentro de la Zona Euro, necesariamente tiene que haber otros países de la Zona Euro que compren sus importaciones a Alemania. No resulta muy difícil entenderlo: si alguien se dedica a exportar, otro u otros deben dedicarse a importar. No todos, pues, podemos ser a la vez exportadores netos. Y en ese imposible metafísico es donde reside el genuino nudo gordiano del estancamiento ya crónico de Europa.

Las metáforas, como los fundadores de religiones han sabido siempre, resultan decisivas para dar forma a las percepciones de la realidad que luego interioriza el público. Y con Alemania ha cuajado la imagen, ahora convertida en lugar común periodístico, de la locomotora. Pero, en realidad, a lo que más se parece la economía germana en el contexto europeo es a una aspiradora, no a un locomotora. Las locomotoras tiran de los vagones que las preceden; las aspiradoras, en cambio, absorben cuanto hay a su alrededor, dejando el más impoluto de los vacíos como única tarjeta de visita. Así las cosas, el éxito de Alemania se asienta en el fracaso de los demás. Algo que no ocurriría si los europeos comerciásemos de modo muy intenso con el resto del mundo, tal como el relato popular sobre la globalización quiere dar a entender. Pero eso, simplemente, no ocurre. Los europeos comerciamos de forma preferente con otros europeos. Somos un universo bastante más cerrado y autosuficiente de lo que se cree. España, por ejemplo, destina el 66% de sus exportaciones a los demás países de la Unión Europea. Y en eso no suponemos excepción alguna, sino que nos movemos dentro de la norma comunitaria. En cualquier caso, la alternativa de crecer exportando fuera de la Unión Europea, que no otro es el objetivo que inspira la política económica de Bruselas y Berlín, resulta tan inviable como lo anterior. Y por una razón similar. Las estrategias de desarrollo de Brasil, Rusia, India y China, los célebres BRIC, que junto a los emergentes de Asia serían los mercados potenciales de esa expansión europea, pasan por idéntico principio rector: exportar a Occidente. Todos ellos, sin excepción conocida, ansían exportar, no importar. Quieren vender, no comprar.

¿O alguien está dispuesto a creer que la China de dentro de un lustro se dedicará a adquirir manufacturas en Europa, en lugar de fabricarlas ella misma para luego colocarlas fuera de sus fronteras? Confiar en esa vía para sacar a Europa del quietismo es jugar todas las cartas a una quimera ilusoria. Dicho lo cual, conviene reparar, en medio de toda esa euforia algo gratuita, en dos rasgos muy específicos de la economía española. El primero tiene que ver con el indudable éxito exportador de un pequeño número de empresas, no más de unas docenas, entre ellas todas las multinacionales automovilísticas instaladas en nuestro territorio, que son las que, con su productividad homologable a la del norte de Europa, hacen posible esos resultados estadísticos. Pero no nos llamemos a engaño: esas compañías son muy eficientes y competitivas, sí, pero también son muy pocas y muy ajenas al entorno productivo que las rodea. Recuerdan más a un enclave aislado que a otra cosa. La segunda peculiaridad diferencial de la economía española todavía no ha hecho su aparición en escena, aunque pronto lo hará. Tal vez tarde un año o dos en hacerse notar, pero, más pronto o más tarde, se hará presente. Ocurre siempre, cada vez que en España, por la razón que sea, aumenta el consumo, al poco se nos disparan las importaciones de bienes, haciendo que la balanza por cuenta corriente se desequilibre de nuevo y aumente la deuda externa de paso. Por paradójico que se antoje, es nuestro propio crecimiento, cuando por fin se produce, el primer causante de los desequilibrios macroeconómicos que vuelven a estrangularnos. ¿Y por qué sucede? Por la dichosa productividad mediocre de nuestra economía, algo que provoca que nuestros precios no resulten competitivos con los del norte de Europa. No, no hay ningún motivo solvente para la euforia. Ninguno.

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