Paul Krugman –que, en los asuntos del crecimiento, ha estado más cercano a la ortodoxia neoclásica de la economía que a la retórica del izquierdismo keynesiano– observó en cierta ocasión que la expansión de las economías modernas se ajusta fundamentalmente a dos modelos distintos. El primero, al que tildó de crecimiento por transpiración, es el que se basa sobre todo en la expansión del empleo, de manera que en él las ganancias de productividad juegan un papel más bien menor. Y el segundo, al que se refirió como crecimiento por inspiración, encuentra su fundamento precisamente en estas últimas, como resultado principalmente del desarrollo tecnológico, siendo secundaria la creación de empleo. Para Krugman, como para la mayoría de los economistas, el crecimiento basado en la productividad es más deseable que el sustentado sobre el aumento del trabajo, pues se considera que, con él, se aseguran mejor las ganancias del bienestar.
Si observamos el curso de las seis últimas décadas en España, veremos que nuestra economía ha crecido tanto por inspiración como por transpiración, dependiendo del período al que hagamos referencia. Señalemos, primero, que el Producto Interior Bruto (PIB) por habitante se multiplicó por algo más de cinco veces entre 1955 y 2016, al pasar de 4.375 a 23.741 euros –medidos con la capacidad adquisitiva del año 2010–. Aproximadamente un 70 por ciento de ese aumento tuvo lugar entre la primera de las fechas mencionadas y el comienzo de la década de 1990; es decir, en el período en el que la economía española creció por inspiración y casi todo el avance en el PIB per cápita se debió al aumento de la productividad. Señalaré que hay matices en esto porque en la etapa posterior a la crisis del petróleo, en la segunda mitad de la década de 1970 y los primeros años ochenta, las ganancias de productividad fueron decayendo paulatinamente. Pero con la crisis del sistema monetario europeo, en 1992, nuestro modelo de crecimiento se volvió claramente hacia la transpiración. Con ella continuó aumentando el bienestar de los españoles, aunque a un ritmo más pausado, hasta que al final de 2007 se desencadenó la crisis financiera internacional. Entre 1992 y 2007, cuatro de cada cinco euros en el aumento del PIB por habitante se debieron a la expansión del empleo –que pasó de una cifra de poco más de 14 millones de ocupados a otra superior a los 21,3 millones– y sólo uno al incremento de la productividad.
Explicar las bases de esos dos modelos de crecimiento sería demasiado prolijo y, por ello, no me detendré en tan importante asunto. Pero lo que sí me importa destacar es que, desde la perspectiva del enriquecimiento de los españoles, la preferencia de los economistas por el crecimiento por inspiración frente al crecimiento por transpiración está plenamente justificada, pues, en efecto, el PIB per cápita aumentó un 3,8 por ciento anual entre 1955 y 1992, mientras que sólo lo hizo en un 2,3 por ciento entre este último año y 2007. Luego vino la crisis y nuestro bienestar promedio se contrajo en algo más del 10 por ciento hasta 2013, empezando un nuevo ciclo de crecimiento al año siguiente. Llevamos así tres ejercicios de recuperación económica que aún no nos han permitido recobrar el nivel del PIB por habitante anterior a la crisis, pues de esos 10 puntos porcentuales de retroceso, a los que acabo de referirme, sólo nos hemos repuesto de siete. Pero la pregunta que más me inquieta no es si la restauración del bienestar previo tardará más o menos, sino más bien si tal restablecimiento viene o no de la mano de un nuevo cambio en el modelo de crecimiento. Formulándola con claridad nos preguntaríamos si en estos últimos años estamos volviendo al crecimiento por transpiración o si más bien retornamos hacia un más sólido crecimiento por inspiración.
Con los datos que se han publicado en las últimas semanas podemos hacer ya una conjetura razonable acerca del valor en 2016 de las principales variables que son necesarias para responder a esa cuestión y, de esa manera, contemplar de forma completa el trienio de la recuperación. No voy a cansar al lector con una avalancha de datos. Basta con decir lo siguiente: en los años 2014 a 2016, el PIB per cápita creció a una tasa anual del 2,58 por ciento –que es casi igual que la del 2,34 por ciento correspondiente al período 1992-2007–. De esa tasa, un quinto se explica por el comportamiento de la productividad y lo demás por el del empleo. Volvemos así al modelo del crecimiento por transpiración de la década de los 90 y los primeros siete años del siglo XXI, porque, en efecto, en ese período ocurrió casi exactamente lo mismo. Son, por tanto, los aumentos del empleo los que están tirando principalmente de la economía, mientras que la progresión en la productividad continúa siendo débil. En definitiva, la recuperación de la economía española no se está encauzando hacia el patrón de crecimiento más deseable y ello debería ser tenido en cuenta tanto por el gobierno como por la oposición que, en esta materia, hacen como si no se enteraran.