Jesús López-Medel escribió hace tiempo en El País sobre "Desigualdades y tributos en Latinoamérica". Su preocupación era "la debilidad de los vínculos sociedad-Estado en América Latina". Parece que no hay confianza en la relación entre impuestos y prestación de servicios. "La idea de pacto social fiscal es casi inexistente". Pero, por suerte, don Jesús detectó la raíz del problema: los latinoamericanos pagan pocos impuestos; su presión fiscal es "bajísima, un 17 % del PIB de media".
Curiosamente, interpreta como "debilidad de los vínculos sociedad-Estado" el hecho de que el Estado no extraiga por la fuerza aún más recursos de la sociedad, es decir, que no la debilite tanto como a don Jesús le gustaría.
Otra idea muy notable es la del "pacto social fiscal", una fantasía tan extendida como la del contrato rousseauniano, y tan insostenible como éste. No hay, en efecto, ningún pacto entre la comunidad y el Estado, porque ningún pacto puede recibir ese nombre si no hay posibilidad alguna de no firmarlo.
Aún más endeble es la idea de que los ciudadanos realmente decidimos cuántos impuestos queremos pagar. Esto es obviamente falso, porque los impuestos, como su nombre mismo indica, son forzados por el Estado sobre la comunidad. La democracia es llamativamente quebrantada en este caso, como en otros, puesto que la aplastante mayoría de los ciudadanos siempre quiere pagar menos impuestos, y sin embargo, en democracia, que se supone que traduce políticamente las preferencias populares, siempre termina pagando más.
El señor López-Medel, que es abogado del Estado y exdiputado del Partido Popular, podría haber pensado un poco en estas complejidades de la elección colectiva antes de alarmarse por la "bajísima" presión fiscal de nuestros hermanos allende el Atlántico. ¿Cómo sabe él que es bajísima? ¿Es que les ha preguntado a los latinoamericanos si el remedio de subir los impuestos es lo que realmente anhelan?
No. No les ha preguntado, porque no lo necesita. Él sabe que lo que es malo es la imposición indirecta, que es igual para todos. Inaceptable. "Debe, pues, darse una mayor progresividad al sistema, lo cual es contemplado con reticencias por las élites de la región". Acabáramos. Ahora sí que la cosa está clara: sólo una minoría de privilegiados se opone a la progresividad. Ergo, el remedio estriba en no hacerles ni puñetero caso e imponerla por las bravas. ¡Abajo las élites!
Igual podría don Jesús López-Medel echar un vistazo a la fiscalidad en otros lares, empezando por España, no vaya a ser que realmente se crea el camelo de que la progresividad sólo daña un puñado de indeseables multimillonarios.
Todo este pensamiento fofo sobre el Estado y la fiscalidad se enseña en las universidades, e integra el temario de las oposiciones para los altos funcionarios del Estado. De ahí que tantas personas nunca hayan dado el salto de Musgrave a Buchanan, ni de Samuelson a Coase, y que cultiven una visión de la política y la economía que en varios aspectos cruciales resulta pueril. Son los que nos aleccionan sobre los fallos del mercado, como si tal cosa justificara de por sí la intervención del Estado, o los que no han perdido aún la inocencia a propósito de la política.
Lo recordé al leer a Javier Santiso, un destacado economista francoespañol de la OCDE, sobre el "desafío fiscal" de América Latina. No era, como se podrá usted imaginar, el desafío de bajar los impuestos. No. Los gobernantes latinoamericanos deben dejar atrás sus titubeos y subir el gasto público y los impuestos. Dirá usted: ¿y cómo sabe el doctor Santiso que los pueblos latinoamericanos quieren pagar más impuestos? Todo indica, en efecto, que los latinoamericanos son como los españoles y los keniatas: no quieren que el poder les arrebate más dinero. Pero esta realidad no se enseña en las universidades, y la gran masa de los economistas no piensa en ella. Más bien, al contrario: piensan en el poder, y en cómo puede prosperar. Concluyó el economista: "La legitimidad fiscal sólo se puede lograr recaudando más, pero sobre todo gastando mejor". Y ya está.