Jorge Mario Bergoglio ha vuelto a abochornar a buena parte de los fieles de la Iglesia Católica con unas declaraciones tan insensatas como reveladoras de una tremenda ignorancia o de una maldad estremecedora.
De nuevo exhibiéndose más como agitador político de la casta populista que como guía espiritual de la más importante confesión del planeta, Bergoglio ha dicho que Iberoamérica está sufriendo "un fuerte embate" del liberalismo económico, "esta economía que mata" y que genera sistemas que "no dan posibilidades de trabajo y favorecen delincuencias".
Sin vergüenza, Bergoglio ha proferido esa proclama mentirosa, que no aguanta un solo vistazo a cualquier estadística internacional –hay mapas que hablan por sí solos–, sin decir una sola palabra contra los regímenes iberoamericanos que verdaderamente se sostienen por la sangre, que no dejan el menor resquicio para el trabajo digno y que no es que favorezcan delincuencias, sino que son ellos mismos mafias monstruosas. Regímenes como el de Nicolás Maduro, al que el agitador político Bergoglio se ofrece constantemente como blanqueador mientras aquel perpetra las peores violaciones contra los derechos humanos de unos venezolanos siniestramente condenados al hambre y a toda clase de privaciones; o el de Raúl Castro, al que también ofrece sus servicios diplomáticos blanqueadores este pontífice que desprecia olímpicamente el sufrimiento de los cristianos de la miserabilizada Cuba, ciudadanos de segunda permanentemente ofendidos y humillados por la tiranía antiliberal que los sojuzga.
El agitprop de Bergoglio resuena especialmente espeluznante en oídos españoles cuando tacha de vendepatrias a los partidarios de la economía de libre mercado en Hispanoamérica. Y es que lo hace con un término, cipayos, siniestramente célebre en España porque lo ha usado con profusión la antiliberal banda terrorista ETA; para señalar, precisamente, a los vascos vendepatrias.
Bergoglio, que estupefacientemente alerta contra los redentores en la misma entrevista con el diario El País, debe dejar de ser lo que nunca jamás debió ser, un demagogo de ínfima categoría, y dedicarse a la inconmensurable empresa que le fue encomendada: ser el Sumo Pontífice de la Iglesia Católica. Que, naturalmente, anda muy necesitada de la guía de un Papa, no de la charlatanería de un peronista cualquiera o de un sosias argentino de Pablo Iglesias.