En un momento en que se habla, las más de las veces con insistencia, de lo humano y de lo divino, de lo imaginable y de lo que no lo es, el título que he dado a estas líneas puede considerarse un verdadero reto personal.
El reto que sí asumo se concreta en poder poner sobre el tapete un tema del que no hablamos normalmente, en contraste con su hermano mayor, del que se habla casi a diario, no siempre con solidez, y sí con frecuencia basando la discusión en un deber ser sin límites, como resultado de una voluntad política sin consecuencias ulteriores dignas de consideración.
El lector estará de acuerdo conmigo en que, continuamente, por un motivo u otro, hablamos sobre el modelo del llamado Estado del Bienestar. Unas veces, para advertir de su insostenibilidad, otras para exigir más variables como partícipes en el mismo.
Deliberadamente fraccionamos el Estado de Bienestar entre sus componentes para que, por comparación universal de sus partes, tomemos conciencia de nuestras carencias y exijamos –ahora las pretensiones ya no se expresan, o ya no se piden, sino que se exigen– con urgencia su atención, tratando de alcanzar el nivel más alto conseguido para cada una de ellas en los países que sirven de referencia.
¿Se ha hablado alguna vez del Estado del Malestar? Es el estado en el que uno entra cuando se siente cautivo, en lo económico, en lo político, en lo social, de un Leviatán que oprime con fuerza, pues el gigantón aplastará sin solución al que ose oponerse. Ese fin, no evita el sufrimiento y la impotencia de quien ni siquiera puede manifestar su sufrimiento, para general conocimiento.
El malestar no viene determinado sólo por el sacrificio o esfuerzo fiscal –cualquiera de los dos es válido–, sino de esa presencia omnímoda de la Administración Pública, decidiendo por mí en aquello que considero de mi única incumbencia. ¿No creen ustedes, lectores, que hay un exceso abrumador de páginas en el Boletín Oficial del Estado, a las que hay que añadir las correspondientes en los boletines oficiales de las Comunidades Autónomas, de las Diputaciones, de los Ayuntamientos…?
Todas esas páginas tienen una pretensión unánime: la voluntad de quien detenta el poder de decidir cómo tiene que ser mi vida, por qué cauces debe discurrir y, naturalmente, cuáles me están vedados. Se nos acaba de decir hace unos días que entre las Comunidades Autónomas existen más de cien figuras impositivas.
El estado del malestar no sólo se me genera por cómo afectarán a mis bolsillos, que también, sino por el hecho de que ante cien figuras impositivas me siento insignificante y desvalido. Simplemente no sé qué me ocurrirá y si en algo faltaré a mis obligaciones; me siento indefenso.
Por ello, mi sugerencia es que, cada vez que tratemos del Estado de Bienestar, deduzcamos de él el estado del malestar en que incurrimos para alcanzar aquel.
No lo olvidemos.