Recemos para que Trump no llegue a aplicar nunca su programa económico, ese remake del milagro de los panes y los peces consistente en emprender una drástica reducción de todas las figuras impositivas al tiempo que se acomete un incremento exponencial del gasto público, vía cuantiosas inversiones en nuevas y viejas infraestructuras. Un programa, por cierto, que nada tiene de populista y sí mucho, en cambio, de añejo keynesianismo del más ortodoxo. A fin de cuentas, bajar los impuestos y subir el gasto estatal con cargo a la deuda y el déficit es Keynes en estado puro. Mas recemos, insisto, para que no lo lleve a la práctica nunca. Y ello por una razón bien simple, a saber, porque entre los mayores perjudicados estaríamos nosotros, los españoles. Ocurre que esa idea con la que coquetea el equipo de Trump, la de desenterrar la llamada economía de la oferta que se hiciera célebre en los años ochenta durante el mandato de Ronald Reagan, resulta en extremo peligrosa para los países endeudados del sur de la Zona Euro, particularmente España.
Aquella doctrina, cuya justificación ideológica se haría popular gracias a la famosa servilleta de Laffer, prometía poco menos que la cuadratura del círculo. Todo el razonamiento giraba, recuérdese, en torno a la fantasía de que una súbita bajada de impuestos sería capaz de provocar tal impulso de la actividad que no haría falta incurrir en ulteriores déficits para financiar el gasto comprometido, básicamente el militar asociado a la fase final de la Guerra Fría. Huelga decir que nada de eso ocurrió jamás en la práctica. Las bajadas de impuestos de Reagan terminaron como solo podían terminar: en incrementos cada vez mayores del déficit federal, que se expandió hasta niveles astronómicos. Pero, al margen de que la curva de Laffer no pueda ser tomada en serio, desde la perspectiva actual lo interesante es recordar cómo se puso en práctica aquella estrategia. Más que nada porque ahí radica el peligro para nosotros hoy. Estados Unidos consiguió por aquel entonces obrar un milagro económico mucho más sorprendente aún que el que pretendía Laffer con su curva. Un milagro que ningún otro país podría haber consumado con éxito. Porque bajar los impuestos, disparar a la vez el gasto estatal y conseguir que suba el consumo privado, todo ello a un tiempo, solo puede hacerse a gran escala si acude presto el dinero del extranjero para financiar la diferencia entre ingresos y gastos. Y justamente eso fue lo que ocurrió: el dinero de todo el planeta, igual el árabe que el europeo, igual el japonés que el sudamericano, igual el blanco que el negro, partió en procesión hacia Nueva York a fin de hacer posible aquel inopinado prodigio contra natura.
Pero al dinero, que como es fama no tiene patria, hubo que ofrecerle argumentos de peso para que se prestase a migrar en fila india hacia América. Unos argumentos, los de entonces de Reagan, que tendrían que ser los mismos que debiera enunciar Trump si quiere que se repita de nuevo la caravana. ¿Y cuáles fueron los argumentos de Reagan? Pues, en puridad, no los ideó Reagan sino Paul Volcker, el hombre que Carter le había dejado en herencia al frente de la Reserva Federal. Sin los juegos de manos de Volcker con los tipos de interés, el programa de Reagan hubiera sido de imposible ejecución. ¿Y qué hizo Volcker con los tipos de interés? Dicho de modo resumido: lanzarlos disparados hacia la Luna sin previo aviso. Los tipos, que rondaban el 7% en 1979, saltaron a un impresionante 20% en 1981 (y aún subirían algo más, hasta el 22%). He ahí el gran secreto de la economía de la oferta que ahora pretende reeditar Trump: tipos de interés norteamericanos impulsados en tromba hacia arriba que atraen capital de todo el mundo, capital foráneo que a su vez financia los déficit fiscales que de cualquier otro modo resultarían insostenibles. Por tanto, tendremos un problema, y bien gordo, si eso vuelve a ocurrir. Porque somos uno de los países más endeudados del mundo. Y si los tipos de interés suben en Europa empujados por Trump, nuestra deuda sideral crecerá con ellos hasta las lindes de la estratosfera. Lo dicho, recemos. Y mucho.