De un par de años a esta parte, con la economía española viene ocurriendo algo en verdad extraño. Porque lo normal hubiera sido que nuestro PIB continuase decreciendo del mismo modo que lo hizo en el periodo inmediatamente anterior. Y sin embargo ha sucedido lo contrario. España, contra todo pronóstico, parece haber iniciado una senda alcista, cambio aparente de tendencia que los más optimistas pregoneros oficiales interpretan ya como el final de la crisis. No obstante, continúa habiendo algo demasiado anómalo en ese súbito renacer. Y es que la economía, que dista mucho de constituir una ciencia en el sentido duro del término, como lo puedan ser la física o la química, tampoco resulta un saber arbitrario y sometido a los vaivenes de las modas ideológicas y los caprichos intelectuales de cada momento. La economía no es una ciencia de las genuinas, pero tampoco una caja negra: hay siempre una lógica interna en sus movimientos, lógica que resulta susceptible de ser descifrada por la razón. Los economistas, algunos piensan que para aumentar sus emolumentos, tienden a presentar esa lógica ante el público no especializado como algo arcano y de muy difícil acceso dada su gran complejidad intrínseca. Pero lo cierto es que muchos indicadores económicos, sin ir más lejos el PIB, son instrumentos de muy sencilla interpretación para cualquiera. Así, no hay ningún misterio en las causas reales que hacer crecer o decrecer el PIB. Ninguno. Al respecto, basta con saber que el PIB no es nada más que la simple suma de cuatro magnitudes agregadas: el consumo, la inversión, el gasto del Estado y la diferencia neta entre lo que vendemos al extranjero y lo que compramos fuera de nuestro país. Eso es todo.
Por tanto, si el PIB de un año sube, como es el caso aquí desde 2014, solo puede deberse a alguno o algunos de esos cuatro factores. Bien, pues descartemos de entrada la inversión. Descartémosla porque en España, ahora mismo, no invierte nadie, ni los particulares ni el Estado. La inversión en nuevas máquinas para fabricar cosas útiles (eso que los economistas llaman bienes de equipo) está hoy al mismo nivel que justo antes de que estallase la crisis en 2008. Pero es que en 2008 la compra de máquinas para hacer cosas útiles con ellas tampoco iba muy allá. De hecho, su aportación al crecimiento del PIB ya era marginal por aquel entonces. A los culpables del crecimiento, en consecuencia, habrá que buscarlos entre los otros tres elementos en liza. Miremos a uno de los sospechosos que quedan, el Estado. Tal como hemos definido antes el PIB, si el Estado gasta más, el PIB subirá más; sensu contrario, si el Estado disminuye su gasto, el PIB del país en cuestión bajará (lo que uno opine o deje de opinar sobre el déficit público no es materia de este artículo). ¿Y qué hizo el Estado español a ese respecto durante 2014, 2015 y lo que llevamos de 2016? Lo que hizo fue bien simple: dejó a un lado la tijera de los recortes. No acometió ningún programa contracíclico de nueva inversión, cierto, pero congeló durante casi tres ejercicios consecutivos la caída en picado de su propio gasto. Ergo, ayudó a que dejase de seguir cuesta abajo el PIB, pero no hizo nada por su parte para que subiera. Así las cosas, si el Estado es inocente, únicamente nos quedan dos sospechosos habituales en la escena del crimen: las familias y el sector exterior.
Y ahí es donde comienza a irrumpir lo raro. Porque las familias españolas, que andan endeudadas hasta las cejas desde que se entramparon con las hipotecas delirantes de cuando la burbuja, están haciendo lo lógico: ahorrar la mayor cantidad posible de dinero cada mes para tratar de deshacerse de la losa de la deuda cuanto antes. ¿Y dónde está lo raro?, se preguntará el lector. Lo raro del asunto reside en que, si las familias ahorran tanto, su gasto en consumo tendría, por lógica elemental, que haber disminuido en 2014, 2015 y lo que llevamos de 2016. Bien, pues no solo no disminuyó sino que creció. Al punto de que el consumo privado vuela en este instante a un nivel muy parecido al que había en los años de vino y rosas previos al batacazo. Es decir, con unos niveles de paro que persisten instalados en cotas astronómicas y unos empleos de nueva creación que se retribuyen con sueldecillos de miseria, el consumo en España resulta que va viento en popa. Tan viento en popa que es precisamente el consumo quien tira hacia arriba del PIB. ¿Cómo demonios entenderlo? Porque lo del sector exterior, el otro elemento que empuja, semeja mucho más claro. A fin de cuentas, la desgracia de España era tener una moneda demasiado fuerte (contra lo que se suele creer, las monedas fuertes siempre resultan una desgracia para los países débiles).
Por eso, todo lo que hace Draghi, en el fondo, no es más que un intento a la desesperada para depreciar el euro. Y lo ha conseguido, por cierto. El euro, gracias al empeño del BCE, vale hoy un 15% menos, de ahí que nuestras exportaciones fuera de la Unión Europea hayan pegado un súbito estirón. Añádase a ello que el precio del petróleo, del que somos dependientes en grado superlativo, se ha desmoronado un asombroso 50% y se entenderá que el cuarto elemento del PIB contribuya a sumar, no a restar. Pero ¿y el enigma del consumo? El enigma del consumo tiene una explicación también… sencilla. En España se consume más desde 2014 porque los que consumen no son españoles, así de simple. Gracias a la barbarie del ISIS y a la inestabilidad generalizada en los países de la costa africana del Mediterráneo, España está batiendo todos los récords históricos de turistas. El terrorismo islámico ha desplazado a algo más de diez millones de turistas hacia España en el último quinquenio. Esos diez millones de visitantes inesperados prestos a vaciar la cartera en tiendas y bares son los que explica lo en apariencia inexplicable. ¡Es el turismo, estúpidos!