En algún tiempo, cuando hablábamos de rescate, siempre había alguien que preguntaba quién era el cautivo. Ya sé que no es totalmente correcto, pues el rescate también lo es de cosas materiales, cuando el propietario ha sido despojado ilegalmente de ellas.
Pero lo cierto es que el término había asumido el valor que con mayor precisión ostentaba el vocablo redención. O sea, la liberación del cautivo mediante el pago de un precio o de una acción: la historia está llena de sustitución de cautivos –un libre por un cautivo–, y mucho podrían hablar de ello los Padres Mercedarios, bien conocedores de cuanto estamos diciendo.
La nueva dimensión del rescate está muy lejos de aquellas acepciones. No hay cautivo, tampoco secuestro ni secuestrador. Normalmente, y buscando un denominador común, lo que sí que existe es una gestión torpe, probablemente fraudulenta, que compromete supuestamente a terceros de buena fe o, en ocasiones, ni siquiera esto. Sí hay en cambio un rescatador dispuesto a ofrecer un dinero –que no es suyo– para encubrir la catastrófica situación.
¿Quién es capaz de ofrecer para el rescate un dinero que no es suyo? Sólo el sector público, principalmente el Estado, aunque en ocasiones podrían hacerlo las Administraciones autonómicas o municipales. ¿Y para qué se tiene que meter el sector público a remediar la gestión catastrófica de negocios privados? Esta pregunta me la he hecho muchas veces y todavía hoy no encuentro una respuesta satisfactoria.
Mi urgencia en encontrarla está en que los rescates aumentan en número y no en cantidad, porque los rescates financieros –denominación políticamente incorrecta– exigieron unos niveles de recursos que preferiría pensar que nunca más se repetirán.
Nunca he entendido por qué había que salvar las cajas de ahorro, o dedicar fondos a ayudar a los bancos que se veían constreñidos a asumirlas, cuando habría sido más barato –y si me apuran más justo– garantizar depósitos no especulativos y no correr un tupido velo como si no hubiera pasado nada.
Muchas subvenciones son para cubrir pérdidas por gastos generados por gestiones lamentables, y sin exigir responsabilidades a quienes las ejecutaron. Se trata en estos casos de rescates encubiertos de actividades que se califican por el sector público de interés general, aunque quizá lo general no pase de particular.
Ahora el Estado parece dispuesto a rescatar cuatro autopistas de peaje, dos de ellas en Madrid, que al parecer no eran de tanto interés público como se decía, porque basta circular por ellas, no importa día ni hora, para comprobar que conducimos en solitario.
¿Por qué el sector público tiene que involucrarse en los negocios privados? ¿Por qué avalar, por ejemplo, sus créditos para beneplácito de los acreedores?
El buen empresario tiene derecho al beneficio, resultado de su buena gestión, y el empresario malo, gestor erróneo, indolente o fraudulento, tiene la obligación de soportar la pérdida y, cuando sea insoportable, concursar, quebrar y cerrar el negocio.